La ciudad y los días

Carlos Colón

Los bollos pagan el pato

LOS eliotnés del Gobierno quieren imponer una especie de ley seca a la venta de bollería y golosinas en los colegios. ¿Se imaginan a los intocables antigrasas derribando las puertas de las escuelas con su camión reforzado con planchas metálicas para liarse a hachazos con las máquinas expendedoras de dulces, cual si se tratara de barriles de güisqui ilegalmente destilado? ¡Ay Triniá, mi Triniá Jiménez! Ni eres de la Puerta Real, ni tienes carita nazarena, ni -qu'de más quisieras- con la Virgen Macarena yo te tengo compará. Pero es verdad que algo tu vida envenena -¿Tomás Gómez, tal vez?- y los niños que ven amenazados sus bollos y chucherías se preguntan qué tienes en la mirá que no me pareces buena, Triniá.

Sea o no el enano que les ha crecido a ella y a su Pigmalión de la Moncloa en la Federación Socialista Madrileña la amarga causa de esta aversión a lo dulce, el caso es que la buena señora parece decidida a que su Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición destierre de los colegios toda la dulcería de engorde. Adiós panteras rosas, tigretones, donuts, bollicaos, fosquitos y demás dulces amigos que a partir de los 60 fueron sustituyendo a los bollos con una onza de chocolate Nogueroles, Valor, Elgorriaga o Virgen de los Reyes, las poderosas cuñas recubiertas de chocolate y las esplendorosas palmeras de huevo que se elaboraban en las panaderías. Porque dicen que son insanas y hacen obesos a los niños.

Triniá, mi Triniá parece no haber caído en lo que Gabriel Morales le recordaba en su divertido artículo de El Mundo: la causa de la obesidad infantil, más que en los bollos y las chuches, está en el sedentarismo. Antes, recuerda Morales, "se jugaba en la calle, se corría tras un balón y los niños se perseguían unos a otros". Hoy, en cambio, no se juega en la calle y los niños se pasan las horas muertas sentados ante el ordenador o despatarrados en el sofá con el mando de la Play Station en las manos. Así, ni con la dieta de Gandhi dejarían de engordar.

Uno, que hoy está hermoso pero de niño fue canijo, se jugó en los campitos de Tánger, correteó sus tremendas cuestas y se pateó su inmensa playa. Llegado a la Sevilla del 63 escaló una y otra vez la colina que se alzaba en el inmenso descampado medio selvático que iba de Virgen de la Cinta a Virgen de Luján. Y después peloteó o libró batallas de naranjas amargas en un barrio de Santa Cruz aún vivo. Hoy son tantos los chavales que se pasan la vida sentados ante una pantalla que ni las más severas dietas podrían remediar su morbidez no sólo física. Más ejercicio, más juegos y menos internet o videojuegos; y no será necesario prohibir la bollería.

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