La tribuna

El 'botellón': penúltimo fallo del sistema

LA noche de invierno cae pesada entre la humedad del Puerto de Málaga y el sordo rumor de los hielos. El Paseo de los Curas se extiende multitudinario hacia Levante y la juventud, sin piso ni futuro, desgasta la noche en la esperanza pronta del hielo y la postrera inopia de una cantina barata. Un joven moreno se agacha mareado, con trémulos movimientos, y una dorada botella desfallece entre gritos y evocaciones fálicas. La mocedad converge en el ágora pueril de un botellón mientas una dotación policial vigila, con la sonrisa cómplice, que el rebaño no se salga del tiesto impuesto por el bastón consistorial, más ocupado por otros menesteres.

Cada madrugada el Paseo de los Curas es un despropósito generacional donde el sistema del bienestar, como si fuésemos un Prometeo festivo y noctámbulo, nos devora eternamente las entrañas.

El fin de semana tiene cíclico sabor a noche, y el hígado, teóricamente joven, avisa de que el final está pronto. En torno a cada botellón, los veinteañeros sacrifican la vida en pos de un ocio que, se sabe, resulta impuesto y falseado. El paro y la incertidumbre acongojan a la famélica legión de mi generación, pero, nosotros preferimos esconder la cabeza mientras el paseo paralelo al Puerto va poblándose de una tribu que exorciza su miseria cotidiana a golpe de graduación alcohólica. De cuando en cuando, alguien teoriza sobre la felicidad en nuestros días: su lamento deja de oírse cuando la conversación deriva hacia el vozarrón.

Hablemos, pues, del botellón. La mera formulación de esta preferencia del ocio juvenil nos pone frente a una realidad que interesa ocultar y pervertir, en la medida en que los medios formulan un debate sobre un problema superfluo, fruto de una situación de inanición moral. La sociología platónica discurre acerca del ocio juvenil. Se debate la idoneidad de trasladar los botellódromos a las afueras, como en los barrios franquistas del apartheid; se especula con reducir los horarios de los garitos en charlas de encorbatados ediles. Esconden el problema para que la juventud, considerada definitivamente como estupidez transitoria, se disuelva en las cañerías de la demagogia política y televisada.

En un plano más local, el botellón, además, es una consecuencia de la insolidaridad de muchos locales malagueños, que no han querido adoptar por estos pagos la ibérica institución de la tapa. En Granada, el fenómeno del botellón va diluyéndose poco a poco porque se ha impuesto la cordura sana del "ir de cañas y tapas". Aquí, los precios abusivos llaman, irremediable y comprensiblemente, al consumo de alcohol en la vía pública.

En el fondo, el problema que se ha de abordar es de qué se hace con la juventud; cómo la sociedad del bienestar es capaz de permitir que en las calles del fin de semana se difumine el oropel de la dicha, profetizado hasta la saciedad por los apologetas del pensamiento único, con escaño y representación. La política no ha encontrado, o no le ha interesado encontrar, el problema de fondo sobre la coyuntura actual de la juventud.

Tradicionalmente decisivos en la historia, por nuestra desidia, nos hemos convertido ahora en estandartes de la inoperancia y bebedores convencidos.

Aspiramos a mileuristas y, además, debemos comulgar con las falsas expectativas de los mercaderes de ideas. Vamos viendo que esta democracia está deficitaria de proyectos y plagada de padrecitos. Las instituciones políticas, ajenas a la realidad de los adoquines, compensan las pulsiones animales de un botellón con un taller de repostería o de manualidades.

Parafraseando a Zola, la juventud resulta inmoderada en sus deseos y sus ambiciones. La democracia nos resulta lejana, el pan de hoy se nos niega y los veinteañeros, de fondo y forma, somos una masa manipulable con la perversión de las modas. Las élites planifican minuciosamente las concentraciones multitudinarias para menguar la potencialidad revolucionaria de un joven que, borracho, deja de estar encabronado ante el mundo, ante Dios, ante él mismo.

Vuelva el corazón del lector al botellón del Paseo de los Curas, mire la amplia avenida por donde pasea el joven libre y piense, en voz alta, si es ésta forma de invertir en futuro; si, ordenando a la piara en las afueras, la mocedad patria puede encontrar la dignidad, ahora que el 68 y la utopía son un cuento de viejos.

El sistema nos ha metido el gol final con el botellón. Los jóvenes nos mataremos en las vespinos trucadas repartiendo pizzas o en horarios genocidas con sueldo de becarios, pero, en la comodidad acolchada de los parlamentos, seguirá debatiéndose sobre el nacionalismo y la manera de enladrillar España y nuestra decencia.

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