EL problema no es nuevo, pero comienza a dejar de ser un problema exclusivo de los que lo padecen para afectar a la economía de todos: la devaluación de la Formación Profesional nos priva de competentes trabajadores cualificados y nos inunda de universitarios incompetentes y, peor aún, parados.

Lo curioso es que se trata de un problema de mentalidad. Los prejuicios elitistas de la familia hacen que se desprecie la enseñanza de Formación Profesional en beneficio de la enseñanza universitaria. Un tópico que procede del pasado, de cuando los padres que no pudieron acceder a la Universidad se obstinaban, con la mejor voluntad, en que sus hijos se licenciasen. En lo que sea, pero que colgasen el título que ellos no tuvieron.

Pero pasa el tiempo y el imaginario colectivo no cambia, a pesar de que resulta contraproducente y perjudica a aquéllos a los que se pretende favorecer. Hemos confundido el derecho de todos a ir a la Universidad con el deber de que todos vayan. Ciertamente, los licenciados universitarios gozan de mayor predicamento social y mejores retribuciones... a la larga. A corto y medio plazo, sin embargo, las estadísticas hablan con rotundidad: los titulados en alguna rama de FP se insertan laboralmente antes que los universitarios. Tienen más salidas, y más rápidas. Por otro lado, es una evidencia que las distancias salariales entre los que han pasado por la FP y los que han pasado por la Universidad se acortan. No hay más que ver cómo se cotizan determinados oficios y cuántas vueltas dan determinados licenciados antes de encontrar un trabajo acorde con sus estudios.

Bueno, pues no hay manera. De los alumnos que acaban la ESO, el 45 por ciento empieza una carrera universitaria en los años inmediatamente posteriores -a saber cuántos acaban la que empezaron-, mientras que un 14 por ciento acomete un curso de FP de grado medio, y también un 14 por ciento, otro de grado superior. Y el caso es que si se pregunta a los padres, casi todos reconocen la importancia de la Formación Profesional en la economía del país y su espléndido horizonte de empleo. Pero no para sus propios hijos: insisten en llevarlos a la Universidad, y apenas encuentran resistencia en un colectivo inmaduro, algo pasota y que no tiene edad de saber lo que le conviene.

El prejuicio queda aún más en evidencia teniendo en cuenta la elevada permeabilidad social que, a ciertos niveles, disfrutamos. Antes las mujeres suspiraban por casarse con un médico, un arquitecto o un abogado. Ahora casi ninguna mira el grado de instrucción de la persona que quiere. Entre otras cosas, porque también ellas son médicos, arquitectas o abogadas, y pueden elegir.

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