En esta mi última columna del año, quiero formularles un humilde ruego: denle una oportunidad a la bondad. En el ocaso de sus días, Saramago afirmó que si la humanidad necesitaba una revolución, lo que ya pocos dudarán, era justamente ésta. Reparen, no obstante, en que no se trata de un concepto unívoco. En las acepciones que el DRAE recoge del término se emboscan dos posibles significados: uno que parece ceñirse al carácter (la apacibilidad, temple y dulzura con la que nos relacionamos con los demás) y otro, que apuntando hacia adentro, se refiere a la inclinación del alma a hacer el bien. Aun sin despreciar la utilidad social de una actitud meramente bondadosa, les invito, claro, a lo segundo, a desoír esa puñetera voz que nos susurra que en la maldad hay más rédito y anida mayor fortaleza y talento.

Ninguno de esos dos adornos es exclusivo del mal. Pese a su pésima fama presente, la bondad no es cosa de débiles o de bobos. Una persona buena es, al tiempo, poderosa, no sólo porque tiene el coraje de nadar contracorriente, sino principalmente porque, desencadenando una formidable energía, es capaz de neutralizar o aminorar los estragos que causa en los demás una realidad infame, todo aquello que gangrena espíritus, asesina sonrisas y petrifica corazones. Paradójicamente, también carece de verdadero mérito de no mediar la inteligencia: decía Rochefoucauld que nadie sin luces para ser perverso debía ser considerado en puridad bueno; sólo aquel que escoge, que pudiendo apuñalar acaricia, constituye un ejemplo válido, no de pereza o de impotencia, sino de auténtica bondad.

Sé que no les pido poco. Hay que creer mucho en uno mismo para desechar los celebrados atajos de la vileza. Hoy, cuando todo es negocio y tiene precio, hace falta como nunca el propósito, individual y colectivo, de generar una pandemia de respeto, de bonhomía, de solidaridad desinteresada que resucite la esperanza. La vida no tiene por qué ser un juego de suma cero: no se trata de una batalla en la que hay que ganar venciendo al otro. Todos -y es secreto que espanta a los plutócratas- podemos ser ganadores, porque hay de todo para todos. Ésa es la revolución a la que alentaba Saramago, tan fácil y tan utópica, tan cerca y tan lejos.

Ojalá que en 2020 cada cual procure, al cabo, aportar más luces que sombras. En ello nos va el futuro de un mundo que lleva demasiados siglos atormentado por tanta y tan alienante oscuridad.

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