CUANDO lean este artículo habrán descubierto ya lo que les han traído los Reyes. No sé por qué mientras escribo estas líneas me imagino un buen montón de carbón instalado en mi salón y a mi nombre, pero que tire la primera piedra quien tenga la conciencia tranquila. En fin, lo dicho, cuando lo que aquí pretendo haya visto la luz yo también habré salido de dudas. Estoy seguro, de cualquier forma, de que en las alegaciones presentadas por aquellos agraciados con dos bonitos sacos de negra hulla abundarán excusas relacionadas con terceros: oigan, Majestades, yo he intentado ser bueno, pero es que en casa no me dejan. Éstos se considerarán a sí mismos víctimas de contubernios ajenos aliados en su contra, lo que nos lleva directamente a la política. El descrédito, la pérdida de confianza y la disminución de votos son las particulares calabazas de los representantes de las instituciones públicas, y, como sabrán los lectores de prensa diaria, los argumentos aducidos al respecto cuando la cosecha sale mala se dirigen como dardos al adversario: la culpa siempre es del otro. Es la ineficacia del contrario la que perjudica al cuestionado y explica su incompetencia. Resulta sorprendente a estas alturas, cuando la normalidad democrática debería también medirse con estos termómetros, cómo el sector público aborrece la autocrítica, especialmente cuando ha quedado demostrado que la autoelevación a los altares y al martirio es frecuentemente interpretada como señal de que se toma por tonto al respetable.

Asegura el alcalde, en respuesta a las críticas de López Luna, que no le gusta utilizar el victimismo. Y yo le creo. Pero imagino que pasar por el aro constituye el precio a pagar. Aquí se resume la disciplina de partido: tu quoque. Quizá cuando tras las siglas las personas se decidan a adoptar posturas y estructuras democráticas impere al fin la lógica. Mientras tanto, disfruten de sus juguetes.