Procuro prestar atención a todo lo que dice y escribe el arquitecto Salvador Moreno Peralta, por si se me pegara algo. Esta semana denunció en una conferencia la existencia de una "burbuja" turística en el centro de Málaga y advirtió de un riesgo de perogrullo: las burbujas terminan estallando, siempre, tarde o temprano, igual que estalló la inmobiliaria y todas las que hemos contado desde la invención del capitalismo, que son unas pocas. La cuestión es que Málaga ha decidido poner todos sus huevos en la cesta del turismo, incluidos los que atañen a la cultura, el desarrollo tecnológico, la modernización y la convivencia; y no parece haber una alternativa firme para cuando el negocio turístico se venga abajo. Últimamente ha manifestado el alcalde, Francisco de la Torre, sus deseos de incorporación de nuevos agentes industriales en la ciudad mientras los atascos del PTA dan a entender que la tecnópolis no puede crecer mucho más sin una ampliación profunda de sus accesos y conexiones, una tarea ingente que en ningún caso podrá estar lista para pasado mañana; en todo caso, muy a pesar de que el volumen físico y financiero del PTA siga creciendo, una reconversión industrial capaz de tomar el relevo al turismo en la misma definición de la ciudad necesita actuaciones e ideas, y a día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro. Hablaba Moreno Peralta de "efectos colaterales" como la despoblación del centro en pro de la invasión de apartamentos turísticos y otros agentes productivos cuya rentabilidad local es escasa por no decir prácticamente nula, pero sí admitía que estos efectos lo son de una determinación política que ha conducido al éxito a la marca Málaga, lo que ha permitido a la ciudad competir con soltura "en el mercado planetario donde las ciudades rivalizan como si fuesen empresas". Málaga, señaló el arquitecto, ha encontrado su "nicho de mercado". Y esto es un logro indiscutible, aunque las consecuencias no siempre sean las deseables.

Y sí, es muy cierto que la marca Málaga sigue figurando al alza en los rankings continentales relativos a pujanza, posicionamiento, atracción de inversiones y reclamos turísticos. Lo que habría que dilucidar, sin embargo, es si el éxito corresponde a la marca o a la ciudad: de hecho, igual convendría empezar a distinguir entre una y otra aunque sólo sea por que los beneficios que atañen a la primera a cuenta del ranking no siempre, ni mucho menos, repercuten en la segunda. En un sistema basado en el rendimiento de la deuda, entre la marca y la ciudad cunde una amplia nómina de intermediarios que contribuyen al éxito del logo y que, claro, reclaman lo suyo antes de que los réditos puedan alcanzar a la ciudadanía. Así que, de igual modo, alguien debería reparar en que la marca Málaga no sólo se resiste a compartir su éxito con Málaga, sino que ésta se queda con sus Guadalmedinas y demás perfidias pero con muchos rascacielos. Gana la banca.

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