SOY consciente de que con este artículo me echo algo de tierra encima, pero qué le vamos a hacer: de alguna manera habrá que complicarse la vida. Lo más granado del sector cultural del país se pavonea estos días en la Feria de Arte Contemporáneo, ya saben, ARCO, allá en la capital del Reino, para dar cuenta de lo mucho que le interesan las obras alumbradas por los creadores más reputados del momento. Al arte, con la que está cayendo, y después de haber pactado con multinacionales, fundaciones y bancos su propia destrucción, sólo le queda la polémica. Así que si el año pasado el chiste iba de judíos y moros, en esta ocasión tocaba meter a Franco en una nevera. Con ello, claro, ARCO se garantiza las portadas de diarios del más amplio espectro ideológico y la justificación de su existencia, ya que no faltan los acomplejados de turno que acuden corriendo al juzgado con la demanda en la mano. La burguesía, además, consigue divertirse otro año con su juguete, que comparten por igual damas de la beneficencia con ínfulas de coleccionista y pelagatos empeñados en que el mundo acepte, por su propio bien, su mensaje corrosivo e intelectual. Todo el divismo se da cita en Ifema, porque, a pesar de que el arte ya no existe, un artista sin una palmadita en el hombro no es artista. ARCO, digámoslo de una vez, es un invento cultural y como tal un instrumento del poder político, que establece distinciones, adjudica y elimina derechos, señala quién puede pasar y quién no y decide, por tanto, quién está en la onda y quién no, lo que afecta tanto a las galerías que se las ven y se las desean cada año para salir adelante como a cualquier individuo con un mínimo de sensibilidad que decida meter la nariz. Pero se habla de ARCO, y mucho, porque su discurso, que juega a hacerse controvertido cuando lo que pregona y exige es la docilidad más abnegada, conviene a los de siempre. Los burgueses ensayan la rebelión, pero su función es la complacencia. Pues para ellos.