Relatos de Verano

Jorge Duarte

En busca de la iluminación (VI)

Pero…, gran Maestro -me volví, estupefacto-, entonces… la pregunta del gato… ¿era una broma…?

-¡Silencio, idiota! -vociferó-. A partir de mañana vas a trabajar tan duro que lamentarás cada segundo haberme hablado de esa forma. Ordenaré que se acate un nuevo voto en el templo: el voto del ostracismo hacia tu abyecta persona -su tono se cargaba cada vez más de resentimiento-. Nadie te hablará. Nadie te mirará. Nadie pensará en ti. Serás invisible de por vida. Inventaré todo tipo de castigos y penitencias que habrás de soportar a diario. Sólo comerás raíces e insectos. No dormirás más que una hora diaria, y cuando lo hagas apareceré en todas tus pesadillas con las apariencias más terroríficas. Abominarás de…

De forma autómata, como un zombi recién levantado de la siesta, salí de la celda y encaminé mis pasos hacia la puerta del templo. Sin despedirme de nadie, ni siquiera del monje que custodiaba el atrio, me largué de allí para no volver jamás.

Tras mucho meditar sobre lo sucedido, decidí no tirar la toalla y recurrir a un anacoreta sabio que por entonces vivía en una cueva allá por las crestas del Himalaya, al que sólo acudían maestros e iluminados en los raros casos en que no eran capaces de resolver determinados enigmas o interpretar enrevesadas máximas filosóficas y espirituales. Tenía que averiguar a toda costa si realmente había alcanzado la Iluminación.

No fue fácil llegar hasta él, pues tuve que escalar durante un mes escarpadas montañas hasta alcanzar los seis mil metros de altura, donde apenas hay oxígeno que respirar y se soportan temperaturas por debajo de los veinte grados bajo cero. Una vez en la puerta de la cueva, hube de  esperar dos días, sin comer ni beber y aterido como los mocos de un esquimal, para que el ermitaño se dignara a recibirme.

El anacoreta, vestido con un hábito grisáceo y raído, cabeza rapada, muy desaseado, por no decir mugriento, y mucho más joven de lo que cabía esperar, me hizo pasar a la cueva, en la que podían verse un camastro desvencijado, dos estanterías llenas de vasijas, tarros con diferentes yerbas y algún que otro libro viejo, y una mecedora muy antigua en una de las esquinas. Había un pequeño fuego encendido en el suelo, junto al cual nos sentamos. Sirvió leche caliente  de yak en sendos cuencos de barro y, mientras la tomábamos, le expuse el motivo que me había llevado hasta allí.

El ermitaño escuchó con atención cada palabra que salió de mi boca, asintiendo a cada momento e incluso interrumpiéndome para que aclarase o detallase algunos extremos de la narración. 

Entonces, para mi sorpresa, puso sus sucios y malolientes pies sobre mi regazo y ordenó en plan déspota:

-Masajéalos hasta que te diga que pares. Entretanto pensaré sobre la pregunta que he de formularte para saber si eres un iluminado. ¡Vamos, a qué esperas, subnormal! -vociferó a pleno pulmón.

Estuve masajeando aquellos repulsivos pies durante toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. Tenía las uñas largas, encorvadas y negras como garras de buitre.

Cuanto más los friccionaba más roña y olor fétido salía de ellos. Para colmo, el muy cerdo no paraba de eructar y de expeler ventosidades sin darse por aludido en ninguna de ellas, todo lo más las acompañaba con una mueca de fruición, superioridad o burla, aunque quizá fueran imaginaciones mías. No pude reprimir algunas arcadas disimuladas; incluso en un par de ocasiones, con la excusa de necesitar orinar, salí a toda prisa de la cueva para vomitar. A pesar de todo, queridos lectores de este portentoso diario (que no falte el peloteo), fui capaz de soportar aquellas aborrecibles friegas con la humildad que se esperaba de mí. En el inicio del ocaso, me ordenó que lo dejara. Acto seguido, sin tregua para un respiro, me hizo limpiar la cueva con las manos, incluida una escupidera llena de orines y gargajos, tras lo cual me obligó a cortar leña hasta que, a altas horas de la madrugada, después de apilar una montaña descomunal de madera a las puertas de la cueva, pulcramente ordenada por tamaños: aquí troncos, allá tarugos y acullá astillas, me permitió descansar, eso sí, sobre la dura piedra y sirviéndose de mis nalgas para apoyar su cabeza.

A la mañana siguiente, encendí el fuego, le preparé un tazón de leche y, entretanto esperaba a que despertara, me quedé meditando en posición de loto. Al cabo de unas horas una fuerte patada en mi estómago me hizo salir bruscamente de la introspección de mi alma. Al ermitaño no le había hecho gracia que retirase mis nalgas de su cabeza dejándola apoyada en el suelo.

Mientras contemplaba cómo me retorcía de dolor, tirado en el suelo en posición fetal, se expresó de la siguiente guisa:

-Formularé un misterio profundo del Universo y te daré un minuto para que lo desentrañes. Si sales airoso de la prueba no cabrá duda de que has llegado al estado de la iluminación. Si no lo haces o respondes, aunque sea acertadamente, fuera de tiempo, te largas a darle la murga a otro, ¿estamos?. Cerró los ojos, agarró con fuerza mis dos orejas con sus manos y, mientras meneaba mi cabeza atrás y adelante con violencia, preguntó todo circunspecto: -¿Qué debe hacer un iluminado si ve un animal en peligro de extinción comiendo una planta en peligro de extinción?

Al principio creí que era una broma, como la del abad, pero al advertir que no sonreía siquiera, por más que transcurría el tiempo, le solté en actitud amenazadora: 

-¿Quiere hacerme creer que esa mierda de pregunta es un arcano profundo del Universo? 

-Por supuesto. ¿Qué esperabas, un problema de trigonometría? ¿Que te pidiera que describieras los límites del Universo? ¿Que demostraras la existencia de Dios? ¡Qué patético eres, por Buda!

-Entiendo… -respondí, aparentemente sosegado-. Antes de responderle permítame… 

Lo agarré de su harapiento hábito y lo saqué de la cueva a rastras. Tras darle una paliza de muerte lo dejé caer, semiinconsciente, por la ladera de la montaña.

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