Cambio de sentido

Las campanas

Más que por los decibelios, los relojes de los pueblos desasosiegan por su aviso de que el tiempo pasa inclemente

E N cierta ocasión, una amiga finlandesa vino conmigo a mi pueblo natal, en la Sierra Sur de Jaén, a pasar unos días. De aquel viaje guardo recuerdos imborrables. Hay algo especial en mirar cómo nos mira una persona que es de fuera. ¿A qué sabe el aceite de mi tierra, qué le llama la atención, cómo suena en su oído mi acento? Hay algo gustoso en saber a qué sabemos para alguien que no es de aquí. De todo lo que vivimos aquellos días, guardo memoria de algo muy hermoso: mi amiga se pasaba las noches en vela asomada a la ventana. Le alucinaba el canto de los gallos. Se emocionaba, incluso, al escucharlos. Se conoce que en Helsinki no tienen, o son menos cantores.

Se me viene esta anécdota a la cabeza cuando leo que, en un pueblo de Cantabria, las quejas de los turistas han hecho callar las campanas que dan las horas en la noche. El sabio pueblo ha dicho que ni mijita, que vuelvan a sonar. El párroco las ha restituido, pero maliciándose que le van a caer denuncias de los turistas por armar un jaleo tan solemne y existencialista, el de las campanas de la torre en las noches de estío.

Mi posición es clara, que se note que soy más de campo que un Land Rover: que suene en la madrugada el buen metal. ¡Y que coreen los gallos! Quien quiera silencio, que se vaya a Nueva York. No es la primera vez que el culmen del señorito satisfecho orteguiano -los turistas--arrean contra las campanas. Y contra las llamadas del muecín, los he oído quejarse sin éxito en Struga, Fez o Tozeur. Y contra la flauta lluviada del afilador por Sevilla o de quien pregona tamarindos y zapotes en el Caribe… Hay quienes llaman ruido a todo sonido que les inquieta. Más que por los decibelios, los relojes de los pueblos desasosiegan por su aviso de que el tiempo pasa inclemente. Más que por la ausencia de lúmenes, la oscuridad de los campos molesta a algunos por su nitidez: en la noche rural todo es más grande y brillante que en las ciudades que se empeñan en no apagar los escaparates cuando dan de mano en los comercios. En los veranos en el campo y en los pueblos estamos más cerquita de nosotros mismos. Entiendo que eso asuste.

Hace un año, mi editor me acompañó al pueblo para presentar allí mi último libro. Cuando le pregunté que qué tal la noche, me respondió -sin acritud- que cada sesenta minutos escuchaba las campanas que yo, untada de costumbre, no consigo oír. Ganas me dan de ser de fuera, para asombrarme de ellas y contar las horas sonorosas desde la cama.

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