EL debate sobre el canon digital está plagado de presupuestos y prejuicios que dificultan la reflexión serena que requeriría su análisis de fondo. La finalidad teórica del canon sería quizás atendible. Un autor decide difundir sus obras exclusivamente en un soporte determinado, para rentabilizar su actividad creativa. La industria (producción y comercialización) articula entonces los medios para reportarle unos (escasos, en relación con el precio final del producto) beneficios. Por otro lado, la tecnología ha puesto al servicio de la comunidad medios tecnológicos que permiten disfrutar de muy diversas formas de aquellas creaciones artísticas. Cuando estos medios permiten una vía para la difusión no prevista por el autorý parecería lógico recompensarle por el nuevo uso que se hace de su obra. ¿Cabría admitir la imposición de un canon sobre estas bases? La reflexión sobre la procedencia del canon no se ha planteado en estos términos.

Desde la perspectiva de la industria de la propiedad intelectual, en sentido amplio, el canon supone una imprevista (en sus orígenes) y lucrativa fuente de ingresos extra. El imposible control de las copias realizadas por los usuarios permite ahora compensar una parte de las pretendidas pérdidas sufridas. El Gobierno estima que ese importe asciende, al menos, a 110 millones de euros, y está articulando un sistema para su recaudación. Desconozco el por qué de esa cifra. Pero se han hecho previsiones sobre el número y la clase de soportes digitales que se comercializarán en España este año. Basta con dividir aquél importe entre esas previsiones de ventas: cada soporte digital soportará una parte del total. Desde la perspectiva de la sociedad, ello se traduce en un incremento de precios de los sistemas digitales y, sobre todo, en una (intolerable) suerte de impuesto camuflado.

El problema final de ese proceso reside en las razones del canon. No se ha justificado ni su fundamento ni las cifras que presuponen. En realidad, ni si quiera se ha confesado la razón última de su imposición. Se habla, en efecto, de la denominada copia privada, y se trata entonces de estimar el daño que tales copias causarían a la industria y los autores. Tales presupuestos son simplemente falsos. Las razones para hacer copias privadas son muy numerosas: los CD's son frágiles y se estropean con la manipulación, dispongo de varios equipos en los que deseo escuchar música, ocasionalmente deseo llevar la música al coche o en el móvilý. Cuando adquiero una canción, ¿debo renunciar a llevarla conmigo a otro sitio? No desearía hacer yo mismo la copia privada, sino que prefiero que cuando el DVD se estropee me lo reemplacen (obtener una copia legal y controlada). Pero la industria no sólo no lo prevé, sino que además intenta impedir, con sistemas absolutamente falibles, que yo haga mi copia legal.

Por otra parte, cada copia realizada no implica un daño a la industria. Así, material que puedo bajar de Internet o generar yo mismo no siempre estará protegido por derechos de propiedad intelectual. Todo ello sin mencionar otras cuestiones, como que las administraciones públicas, o las empresas en muchos casos, no realizan copias privadas en los soportes por los que sin embargo sí pagarán canon. Falla, por tanto, el presupuesto que pretende legitimar el canon: la producción del daño que se quiere indemnizar. No existe posibilidad real de controlar y discriminar entre los usuarios y por ello se recurre a la fórmula del "café para todos", injusta medida sin duda para los que toman té.

La realidad es que el canon por copia privada no es tal. Bajo su formulación subyace un (inadecuado) intento de reducir el impacto de lo que se considera que es piratería digital y de compensar económicamente a la industria. Ese enfoque implica muchos prejuicios. El principal es que se renuncia a explicar a los ciudadanos (y, con ello, a educarles) acerca de qué y por qué se considera legítimo en materia de propiedad intelectual. El económico es el de que toda copia ilícita ocasiona un daño a la industria; pero se aparta el debate sobre los precios finales de comercialización. Supone, además, atribuir actuaciones ilícitas a quienes no las han realizado; o, lo que es peor, tratarles como si fueran delincuentes aun a sabiendas de que no lo son. En cierta medida se legitima la actuación de los corsarios digitales, a los que se dota de una patente cuyo coste se repercute en los demás. Y sobre todo se obvia la (complejísima) reflexión previa sobre la propiedad intelectual y los límites del uso de la técnica. Faltan demasiados pilares como para asegurar bases sólidas para el entendimiento de los interesados y los afectados por el canon; y no parece que haya tampoco voluntad de suplirlos.

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