Al fin tenemos polémica en Málaga a cuenta de un cartel por un motivo distinto a las sospechas de plagio. De la obra de José Antonio Jiménez, la verdad, no tengo una opinión muy formada. Quiero decir, no sé bien hasta qué punto me gusta o deja de gustarme. Imagino que, con la polvareda que ha levantado, ha cumplido bien su función, y de eso se trataba. Resulta razonable admitir que el mundo cofrade quiera reivindicarse como realidad contemporánea, diversa y múltiple, entre otras razones porque lo es: basta meter ahí la nariz para advertir la concurrencia de personas, ideas, estéticas, corrientes y querencias distintas y a veces hasta dispares, en contra de la uniformidad beatífica con la que el prejuicio primario tiende a despachar el asunto. De manera que si los garantes de la Semana Santa ven con buenos ojos mezclar la imagen de una Dolorosa con el arte urbano, no seré yo quien diga que no. A lo mejor echo de menos en la última iconografía de la Pasión una poética más precisa, un leve matiz de misterio, seguramente más acorde con la materia prima puesta en juego; pero, por lo demás, la obra de Jiménez resulta descriptiva de los ambientes y los contrastes propios de las procesiones e, insisto, ha logrado dar que hablar nada más vestirse de largo, con lo cual digo yo que estará bien. Lo que sí me llama la atención es que para acentuar el contraste entre un referente tradicional (la imagen de la Virgen) y un signo de la Málaga contemporánea se opte, en este segundo aspecto, por un grafiti. Es cierto que en buena parte de las calles del centro los titulares de las cofradías dejan estampas parecidas, pero parece más bien que el artista ha querido recurrir a la disciplina del spray como signo de una Málaga moderna, cosmopolita, abierta, underground y alternativa, en la que la Semana Santa también quiere tener sentido (y lo tiene, de hecho). Pero lo que parece digno de reflexión es la asociación: ¿Cómo representamos esta Málaga contemporánea? Fácil. Con un grafiti.

Y, bueno, es verdad que hemos tenido en los últimos años diversos proyectos dirigidos a cierta proyección internacional de la imagen de Málaga a base de la creación de santuarios del arte urbano, como el Soho; por no hablar de los líos con Invader, en los que la misma Iglesia ha visto afectado su patrimonio. Pero habría que reparar en cómo esta atención al grafiti como medio de expresión artística ha servido, principalmente, para la revalorización (a veces astronómica) de suelos y viviendas en las áreas y barrios sujetos a la experimentación, otrora grises y deprimidos y cada vez más dirigidos a las élites que actualmente pueden hacer frente a los precios de los alquileres. Mención aparte merecería la cada vez más habitual presencia de los grandes artistas del grafiti en los museos malagueños, emblemas de esa misma proyección. El grafiti en Málaga es ante todo una cuestión de marketing, pero nos vendieron la moto de lo moderno. Y parece que la hemos comprado.

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