Mitologías Ciudadanas

José Fabio Rivas

El ciervo blanco

No hay que creer a los cazadores a pies juntillas. Hace años, un amigo cazador me dijo que unos días antes, estando de caza, se había encontrado con un ciervo blanco. Recuerdo que, cuando me lo contó, los ojos se le iluminaron, como si en ese momento estuviera contemplando alguna clase de deslumbramiento, y aunque mi amigo es un hombre recio y recatado a la hora de expresar sus sentimientos, me pareció que la voz se le rompía mientras me lo contaba. "Al alborear, mientras rastreaba las huellas de un ciervo, cerca de un arroyuelo, en un rodal del bosque, entre los pinos, oí ruidos de pisadas que se acercaban. Sin duda eran del ciervo. Rápidamente, me oculté detrás de una roca. Al poco, apuntando con el arma, me incorporé. ¡Qué belleza! Un enorme ciervo albino, casi plateado, con las cuernas bien plantadas, se aproximaba al riachuelo. Nunca había contemplado yo un animal tan hermoso. ¡Y si hubieras visto su reflejo blanco desdibujándose en la corriente cristalina del agua, mientras bebía…! Bajé la escopeta y comencé a aproximarme. Entonces el ciervo clavó en mí sus enormes ojos. Me miraba sin recelo, como si me conociera. Lentamente acerqué la mano y empecé a acariciarle el lomo. Bajo mi mano sentí la inocencia salvaje del palpitar de la vida, la belleza sublime de lo que te espanta y, a la vez -hermoso, apacible y bien formado-, te sirve de consuelo… No, no lo maté. No se puede matar la belleza, destrozar todo aquello que satisface a los sentidos. La vida del hombre carecería entonces de consuelo".

"No se puede matar la belleza…" -decía mi amigo-. Sin la pasión cotidiana, inevitable, espontánea y universal de buscar lo bello, de disfrutar y gozar con los cincos sentidos, la voluntad del hombre -y con ella el hombre mismo- desaparecería de pura desgana. Existe un término, "diselpidia", para referirse a esa desgana que cuando se apodera de nosotros y nos instala en el desinterés y el desaliento, nos conduce a la desesperación y al suicidio. Y así es. El hombre -que es el único animal que es consciente de la inevitabilidad de la muerte- necesita del placer de la belleza y de los sentidos para soportar las ingratitudes de la vida y continuar viviendo con el malestar inherente al hecho de saber que somos seres para la muerte. Así el goce estético y de los sentidos se nos ofrece como el mejor tónico de la voluntad. Leer el Quijote, acariciar o ser acariciado por otro, contemplar un Velázquez o una puesta de sol, escuchar un quinteto de Schubert, saborear un buen vino… dicen los expertos que activa en nuestro cerebro algunos circuitos cerebrales similares a los que se activan cuando satisfacemos una necesidad biológica (beber un vaso de agua cuando se tiene sed, por ejemplo); es decir, que la belleza es placer, y que por lo tanto en su consecución también media el correspondiente chute natural de dopamina.

Hace unos días, por los montes de Málaga, se dejó ver un hermoso ciervo blanco y, entonces, pensé que ese ciervo era descendiente del que mi amigo, menos fantasioso de lo que yo pensaba, acarició hace años. Y que ese ciervo podía ser la metáfora de toda la belleza que el mundo nos regala. La pena es que, para su desgracia, algunos ni siquiera son capaces de ver con arrebato la belleza del enorme elefante blanco que tienen al lado.

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