No dejo de pensar estos días en qué debería hacer el alcalde tras el confinamiento. Qué medidas de gracia aplicar para un mundo que ya no será el mismo de antes cuando el bicho muera. Y como odio la política, al menos en su pervertida versión actual de sueldo fácil y valores vacíos, y esta parcela de 40 párrafos cuadrados es mía, podría ser el dirigente que me diera la gana. Para empezar, le pondría un himno a la ciudad de Málaga: la música del aplauso. Mantendría como liturgia obligatoria la salida al balcón para estallar a las 20:00. Y que la devoción de cada cual eligiera para quiénes son las palmas. Sanitarios, los que se fueron, policías, autónomos que hicieron malabares para sobrevivir, empresarios que no olvidaron el corazón en sus decisiones más duras, teletrabajadores que pasaron a jornadas de 12 horas diarias. Porque la palabra héroe ya no conllevará una capa, se habrá convertido en el uniforme oficial del malagueño. Con tallas para todos los que se quedaron en casa y los que solo salieron a la calle a espantar el virus. Y bolsillos grandes para que les cupiera el aumento de sueldo que tendrían.

Convertiría las playas en tanatorios simbólicos para despedir a los que tristemente se nos fueron solos. Y los domingos tendríamos la misa de la arena. Porque no se me ocurre mejor foto que a la vera del mar para aunar mejor la complicidad del abuelo, el hijo y el nieto. No hay agotamiento más bonito e intenso que al volver de la playa, cuando vienes manchado de arena, con el alma repulida y agotado de reír y sublimar la sencilla felicidad de ser y estar. Los mayores podrían esparcir las cenizas de sus mayores en el agua; y los niños, sus carcajadas sobre la orilla.

Nombraría el gazpacho y el campero patrimonios de la humanidad culinaria. Y colgaría dos carteles enormes a la entrada de Guadalmar y Ciudad Jardín: "Málaga, ciudad del buen yantar. Aquí no hay más forastero que el que no quiera disfrutar de su gente y su vida al sol".

Investiría a los camareros salerosos como bufones contemporáneos, maestros del verbo rápido y oportuno. Decretaría el estado de alegría perpetua, con multas al sieso, al que dejara de saludar en el portal, a quien no sacara de casa a sus niños o a sus abuelos.

Y cerraría las carreteras y los trabajos una semana cualquiera para que el Cautivo, la Esperanza y todos los tronos tuvieran la penitencia arrebatada estos días. Porque, aunque no comulgue con la Semana Santa, un buen alcalde hace lo mejor para la mayoría, no para sí mismo. Y poder escribir:

"En la ciudad de Málaga, en un día por venir de 2020. Hoy salimos de nuestras casas para poder pisar de nuevo las calles de nuestro hogar. Firmado: el utópico alcalde que nunca tendremos y todos nos merecemos".

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