En tránsito

Eduardo Jordá

La ciudad flotante

ESTE verano, en el puerto de Palma, vi un crucero monstruoso de seis o siete pisos que transportaba 3.000 pasajeros y 1.300 tripulantes. El crucero tenía un campo de golf, además de gimnasios, saunas, casinos, salas de fiestas, piscinas, acuarios y docenas de restaurantes. Visto desde lejos, aquel crucero parecía una plataforma espacial de La guerra de las galaxias que por alguna razón misteriosa se hubiera caído al mar y flotara muy despacio en dirección a un puerto.

Me pasé la infancia en una casa frente al mar, así que recuerdo la época en que los transatlánticos que atracaban en el puerto tenían una escala humana. Pero lo que vi este verano no me pareció un barco, sino una ciudad entera, o un monstruo marino, o las dos cosas a la vez. Porque ese crucero ya no formaba parte de una escala humana de las cosas, sino que pertenecía a un mundo en el que se había perdido por completo la noción de límite, y la noción de distancia, y toda idea de proporción. Y no sé por qué, se me ocurrió que ese gran crucero, dentro de treinta o cuarenta años, no servirá para transportar turistas, sino que será utilizado como refugio para miles y miles de personas que no tendrán otro hogar en el mundo. Basta esperar a que ese crucero se vuelva inútil y la naviera quiera deshacerse de él y lo venda o lo subaste o lo deje abandonado en algún sitio.

Imaginemos que estamos en el año 2051, cuando la Tierra tiene algo así como trece mil millones de habitantes. Ahora ese crucero no transporta viajeros, sino que es un territorio flotante que no pertenece a ningún Estado porque ningún Estado quiere hacerse cargo de él. En su interior viven diez o quince mil personas -aunque nadie sabrá nunca el número exacto-, y esas personas han hecho de ese barco su único hogar en esta tierra. Son hindúes, chinos, africanos, sudamericanos, gente que ha dejado su lugar de origen sin encontrar ningún otro sitio en el que asentarse. Y ahora esa gente vive en el barco que navega por aguas internacionales, sin atracar en ningún puerto porque nadie quiere que el barco atraque en ningún puerto, así que flota sin capitán ni tripulación, o con una tripulación improvisada que Dios sabe a quién obedece. Y los diversos grupos humanos que viven en el barco están enfrentados entre sí, y tienen patrullas armadas, y ocupan cubiertas distintas según la nacionalidad o la mafia que las controle, y pagan peajes por la comida o una colchoneta, o por un hornillo o un poco de aire fresco. Y se pelean, y negocian una tregua, y persiguen polizones y también los extorsionan, como ya ocurre en China o en México con los inmigrantes ilegales.

La única duda que tengo sobre el destino final de ese barco, cuando llegue el día, es quién podrá jugar al golf en la cubierta.

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