Hasta un claro pucherazo

Hemos visto cómo un partido casi nuevo, que presume de brillo y limpieza, ha pretendido subvertir el voto de su militancia

La palabra aristocracia, como muchísimas personas saben, viene del griego, de la contracción de dos palabras: aristeios -los mejores- y cratos, que es el poder y, por extensión, el gobierno. Pero héteme aquí que el gobierno de los mejores -no de los aristócratas, en el sentido actual de las palabras- debiera de ser el ideal del gobernante para el pueblo soberano. Por deducción, en una democracia, debe suponerse que los elegidos en sufragio universal, han de ser los mejores en cualesquiera sentidos, los más capacitados, los que mejor y más eficazmente saben servir a la colectividad, los que anteponen siempre el interés general al propio, aquellos, en fin, cuyos nombres vienen precedidos de un prestigio bien alcanzado por limpio y ético ejercicio en las acciones, siempre en beneficio de la res pública. Eso es, quizá, lo que debiera de ser, pero que muy bien sabemos que no suele así acontecer.

Cuando se reinstauró el sistema democrático en nuestro país, muy felices nos las prometíamos, al propugnar un sistema que, en sí mismo, era esencialmente participativo -para elegir y para ser elegidos- y para garantizar, de ineficaz manera como se ha visto, que podríamos controlar con mayor seguridad la tendencia de algunos a aprovechar los cargos para ir atesorando bienes que les son ajenos, siempre alcanzados por medio de añagazas y tinglados para burlar las leyes, la moral y la ética y, desde luego, la buena voluntad y confianza de los ciudadanos.

Muy luego, plagados han sido los banquillos de los acusados, en los juzgados, por desvergonzados mangantes, de todo signo y color, que incluso se nos presentaron antes como verdaderos padres de la patria, siendo, por el contrario, verdaderos insolentes y cínicos caraduras que acuden a declarar y a escuchar a los testigos de cargo, como si la cosa no fuese con ellos. Y aún resultando algunos sentenciados culpables, otros logran escapar del rigor de que debieran ser objeto, por la laxitud de las penas -que ellos mismos han legislado- o la caducidad de los plazos de instrucción, que también ellos mismos -como sus sueldos e indemnizaciones- establecieron en la redacción de las leyes. Así no hay manera.

Estos días hemos visto -con infinita vergüenza ajena- cómo con un claro pucherazo y por un partido casi nuevo, que presume de brillo y de limpieza -amenazando, incluso, a los demás- han pretendido -cínicos- subvertir la voluntad de su soberana militancia con un puñado de votos falsos, cuando elegían candidato para León y Castilla. Dime de qué presumes… Y así andamos. ¿O no?

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