Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

La clase amurallada

Si se quiere enseñar, amurallemos las aulas y, si se quiere que los jóvenes lean, dificultemos el acceso a los libros

He tenido una semana ajetreada! En ella he sido, sucesivamente, apocalíptico y optimista. Asistí a dos presentaciones de libros. Una, de un profesor experimentado que ha escrito un libro con sus reflexiones sobre la enseñanza y, otra, la de un profesor poeta que nos habló de su última publicación, La estética del caos. Los organizadores de ambas habían renunciado, de antemano, a que la presentación tuviera lugar en el Nuevo los Cármenes y habían elegido dos selectas y recogidas librerías de la ciudad que disponen de espacios recoletos para estos menesteres. Lo pequeño del aforo, y el interés de lo que se iba a presentar, contribuyeron a que ambas salas salieran a lleno. A los dos autores, los vi dignos pero en retirada. El pedagogo, para mi sorpresa, propuso al final de su charla, nada más y nada menos que, si se quería que las aulas de los colegios fueran espacios de libertad y de aprendizaje real, había que volverlas a amurallar: frente al aula sin muros, el aula protegida por empalizadas altísimas que dejaran fuera móviles, padres, tablets y todo tipo de distracciones y malas influencias. Convertir el aula en una fortaleza inexpugnable de libertad. El poeta profesor, si lo entendí bien, se quejaba de que hoy en día intenten colarnos como poesía cualquier cosa. Reclamó la excelencia de la palabra pulida, moldeada, esculpida, elaborada, melódica, frente a la espontaneidad agreste del rap, del trap, del reguetón y de otras bagatelas. Lo excepcional, en literatura, siempre se reconoce, aunque el canon haya desaparecido y aunque la calidad la otorguen las ventas. La poesía es huerto cerrado para muchos, jardín abierto para pocos. Los dos me convencieron hasta el punto de que estuve de acuerdo en que hay que cerrar las aulas a cal y canto, para protegerlas del narcisismo familiar y del papeleo que atosiga a los docentes y en que las bibliotecas, más que animar a leer, lo desaconsejaran, con mil filtros casi insalvables. Así de apocalíptico me paseaba por la Vega, cuando vi a una veintena de niños, plantados con sus maestros, ante un olivar, cuaderno en mano, tomando apuntes sobre los usos y beneficios del agua. Aprendiendo en el aula abierta, sin muros (solo con alguna cerca de alambre) del campo. Y de nuevo volví a soñar con la posibilidad de educar, de enseñar a la intemperie, y de mejorar la especie desde la escuela.

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