SEGÚN la wikipedia (cogida va la cosa por tanto con alfileres), el término municipal de Málaga ocupa una extensión de 395 kilómetros cuadrados. Pues bien, ésas son exactamente las dimensiones del botellódromo dispuesto por el Ayuntamiento para la Feria, y no los 7.000 metros cuadrados de los aparcamientos del Palacio de Ferias. ¿Qué van a hacer allí los jóvenes y no tan jóvenes, beber alcohol hasta caer en redondo? Pues claro, lo mismo que en todo el centro, en el barrio de la Victoria, en la Prolongación de la Alameda y donde pillen. No sólo beberán, también lo pondrán todo perdido e incluso dejarán algunas muestras orgánicas como recuerdo. Lo que ocurre, claro, es que para los vecinos de Cortijo de Torres, Cortijo Alto, Santa Cristina y otros barrios colindantes, montar la bacanal tan cerca de sus casas es lo más parecido a una broma de mal gusto. Y razón no les falta. Porque en esta zona el problema de las borracheras y el de los miles de cristales rotos y esparcidos a la mañana siguiente se suma al del ruido, los coches aparcados en aceras y jardines públicos, la inseguridad y algunos cuantos más. Lo curioso es que el Ayuntamiento actúa con los borrachuzos como con el jarrón feísimo que nos regala el pariente del alma al que no tragamos, a ver dónde lo ponemos. Pero el problema no es que la gente beba. El problema es que la Feria sigue obedeciendo a un esquema caduco, estéril e ineficaz. Lo razonable, entiendo, sería, con la normativa vigente en la mano, restringir el consumo de alcohol a donde se pueda consumir alcohol. Y que cada uno se busque la vida como pueda. Si hay riesgo de desobediencia masiva, ¿para qué sirven las Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿O es que, por la misma regla de tres, se debería aumentar la tasa de alcohol en sangre permitida para conductores sólo porque es Feria? En política, tan importantes son las excepciones como la firmeza. Y aquí hace falta política para hacer ciudad, no para llegar vivos a septiembre.