¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Un convento para el Emérito

No deberíamos descartar un monasterio como residencia del Rey viejo. Sus errores tienen más de pecados que de delitos

L A opinión pública española, excepto los cortesanos y republicanotes, ya ha escrito la necrológica civil del Rey Emérito. La ha titulado algo así como Don Juan Carlos el Dual y en ella se destacan tanto sus altos servicios a la democracia como su caída en el lado oscuro del dinero y las pelanduscas. Esta imagen, probablemente, se extenderá durante décadas y se repetirá en manuales de Bachillerato y series de televisión. Es un guión muy simple, pero funciona, tiene mucho de verdad y, además, les da un poco la razón a todos. Al igual que hoy repetimos como loros que Carlos III fue un rey reformista y Fernando VII un sátrapa, los españoles del futuro dirán que el reinado de Juan Carlos I fue un periodo con luces y sombras.

Pero más allá de la figura real y su leyenda (blanca o negra) existe el ciudadano Borbón -como le gusta llamarle a la progresía más contumaz-, sujeto que tiene unos derechos, los mismos al menos que Oriol Junqueras y Juana Rivas, que no pueden ser pisoteados arbitrariamente como se está haciendo actualmente. No hay nada que impida al Emérito residir en España libremente, sin tener que recurrir a ningún destierro portugués, país al que, por otra parte, muchos nos exiliaríamos gustosamente, aunque sólo fuese para cumplir con el rito del whisky crepuscular en el Náutico de Cascais y brindar por su padre, gran marino y hombre trágico.

La residencia futura de don Juan Carlos es un problema. Es evidente que no puede ser un palacio de Patrimonio Nacional, entre otras cosas porque no se lo merece. Por tanto, descartado el pisito en Alcobendas, lo más aconsejable para algunos es que el monarca viva en una mansión privada, uno de esos grandes chalets muy del gusto de los millonarios que al Rey tanto gustó frecuentar.

Existiría, no obstante, otra posibilidad que parece casi imposible en este mundo descreído y banal, la de emular a Carlos V y pasar sus últimos días en cualquiera de los muchos monasterios y conventos de España, uno de esos cenobios que quedan aislados por la nieve y en los que aún es posible oír al lobo. Al fin y al cabo, los errores del Emérito tienen más de pecados que de delitos. No harían falta penitencias extravagantes ni disciplinas dañinas. Al mismo César Carlos le llegaban a Yuste los barriles de ostras escabechadas desde Galicia y, entre oraciones y meditaciones, practicaba su afición a la relojería y la pesca. Esta opción, sobre todo, nos dejaría una última imagen de don Juan Carlos despojado de pompas vanas que lo elevaría a nuestros altares más íntimos. Sería una digna estampa de un Rey de España.

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