Tiempo Un frente podría traer lluvias a Málaga en los próximos días

En las primarias republicanas para las presidenciales de 2016, Donald Trump partió como un outsider sin ninguna posibilidad de obtener la nominación. Tenía en contra el aparato del partido y adversarios con mayor experiencia, peso político y posibilidades de conseguir financiación. Pero cuanto más alzaba su tono brabucón e insultante, plagando su discurso de alusiones homófobas, machistas o xenófobas y cuanto más insultaba y amenazaba a sus contrincantes, más subía en las encuestas y más entusiastas seguidores llenaban sus mítines. Quiero decir con esto que, si bien el éxito del populismo tiene mucho que ver con el malestar, la desigualdad, e incluso con la ira de la que habla Macron, la explicación más evidente probablemente sea que cada vez son más los votantes que se identifican con el discurso del odio y de la exaltación de una sociedad escindida entre un ellos y un nosotros. Hay explicaciones más sofisticadas, como que en tiempos de incertidumbre las personas se sienten atraídas por ideas autoritarias porque les molesta la complejidad. Pero si el empobrecimiento, la desigualdad o la precariedad son las causas del rechazo a los partidos convencionales, cuesta trabajo entender que, siendo la causa del malestar de índole social y económica, acaben votando a populistas obsesionados con batallas culturales o, como dice el escritor Juan Gabriel Vásquez, que prometen mejorar el pasado.

El hundimiento de los grandes partidos tradicionales en Francia debería hacer reflexionar a sus homólogos españoles. La democracia no es un sistema perfecto, su éxito y estabilidad depende en buena medida de reglas informales, escritas o no escritas, que son conocidas y respetadas. Algo que hoy se rechaza como un mal asociado a la vieja política. Y es cierto que la falta de transparencia, la corrupción o el abuso del monopolio de la representación son vicios que los grandes partidos, que se han turnado en el poder, no han sabido o querido corregir. Eso ha facilitado a los populismos rasgar ese "delgado velo de convención", que permitía los consensos y la estabilidad. Cuando la democracia ha dejado de ser el lugar en que se confrontan distintas formas de entender el bien, la política ha devenido en una suerte de combate medieval entre el bien y el mal. Desaparecida esa capa de civilidad, de respeto y convivencia democrática, los bajos instintos, el insulto y el odio han acabado adueñándose de la conversación pública.

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