ALGÚN gen defectuoso debo de tener porque siempre me han atraído más los perdedores que los ganadores. Siempre me ha parecido más admirable la forma en que se encaja la derrota que la alegría fácil del triunfo. Todo el mundo te quiere cuando estás en la cima, todo son zalamerías, halagos y flores alrededor cuando eres el líder, cuando un resultado habitualmente numérico -y por tanto posiblemente erróneo- dicta que eres el mejor. La victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana, decía Napoleón, quien seguramente no se dio cuenta de ello y de lo mucho que le habían hecho la pelota antes hasta que tuvo tiempo para reflexionar en Elba y Santa Helena.

Si hay una certeza en esta vida es que al final siempre se pierde. Y este país es experto en derribar campeones cuando llega ese momento. Ayer no había terminado de salir de la pista de París Rafa Nadal cuando ya se cuestionaba el calendario del fenómeno. Los mismos que ahora apuestan por que Federer se lleve el trofeo enterraron al genial suizo hace un año, y entre los que jalean a Guardiola no faltan quienes exigían su cese tras un inicio titubeante.

Ayer el Málaga C. F. cerró la temporada más brillante de su corta historia. Aunque con Peiró se consiguieran más puntos, los antecedentes de esta campaña lo hacían todo más difícil. Hace ya casi tres años, Fernando Sanz se hizo con las riendas de una entidad abocada otra vez a la desaparición, camino de la Segunda B. No sólo paró la caída en picado, después logró el ascenso a Primera y este año pelear por las plazas europeas. Todo con un equipo confeccionado con retales, con jugadores que nadie quería o fichados con ojo de lince, con un entrenador de la casa y siempre con los rumores de una operación especulativa a sus espaldas. Ahora que se marchan Tapia y la mitad de la plantilla volverán a surgir las mismas dudas del pasado. Pero algo de crédito y de respeto se ha ganado el presidente blanquiazul.