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La tribuna

Pablo Azaústre Ruiz, Abogado en Cuéllar & Asociados, Abogados

Entre el desgarro y la inseguridad (I)

No corren buenos tiempos para el proceso penal, porque la práctica judicial viene minimizando el impacto, desarrollo y observancia de las garantías.

NO corren buenos tiempos para el proceso penal, no sólo porque tengamos una vetusta y centenaria ley adjetiva criminal completamente obsoleta y remendada que no prevé infinidad de supuestos de la casuística procesal, o porque la Administración de Justicia luche contra la asfixia que la carencia de medios materiales y personales le produce, o tan siquiera porque el efecto de la amalgama de innumerables deficiencias técnico-jurídicas sitúe el nivel de predictibilidad de las resoluciones judiciales en cotas insignificantes y completamente inasumibles en cualquier Estado de Derecho, sino porque la cotidiana práctica judicial viene minimizando, en un ejercicio de reduccionismo profundamente alarmante, el impacto, desarrollo y observancia de las garantías configuradas para el proceso penal.

Ni el desfase e inconsistencia de la norma, ni la carestía famélica de recursos, ni el efecto desalentador que impide anticipar un criterio modestamente certero, coherente y cohesionado acerca del caso que fuere, son comparables con la gravedad que supone la continua marginación y aniquilación de las garantías procesales en nuestro ordenamiento penal. Si bien la norma sustantiva, como tónica general de la política criminal, lleva años sufriendo una imparable e incontrolable expansión, tanto desde la perspectiva del catálogo de bienes jurídicos protegidos como, y esto aún es más grave, desde la configuración laxa y falta de taxatividad de innumerables preceptos, por el contrario las garantías que debieran nutrir y mantener el derecho de defensa son, o bien cada vez más acotadas en atención al tenor literal de las parcas y deficitarias normas que se promulgan y de las interpretaciones jurisprudenciales o, lamentablemente, terminan siendo -de hecho- fagocitadas por la insensible mecanización con la que se despachan muchas de las causas penales. Es decir, basta observar las últimas reformas en materia penal, tanto sustantivas como adjetivas, para comprobar la expansión y agravamiento de la inmensidad de la pléyade de delitos frente a la deliberada y vergonzante ausencia de una reforma integral de la Ley de Enjuiciamiento Criminal -que establezca un nuevo Código Procesal Penal- y los aún más perjudiciales remiendos que se aplican a la misma, introductorios de instituciones antagónicas a la esencia de la actual norma procesal.

 

El escenario procesal penal es terriblemente complejo y, en cierta manera, contradictorio; por un lado el legislador europeo, a golpe de directiva -proliferan cada vez más los instrumentos normativos europeos sobre proceso penal-, impone un firme ritmo modernizador dirigido impávidamente a mantener y desarrollar un espacio de libertad, seguridad y justicia en la Unión, por el contrario el legislador nacional es manifiesta y obscenamente incapaz de articular tan siquiera una ley criminal adjetiva moderna y útil. Esa kilométrica dicotomía legislativa en el ámbito procesal penal, entre modernidad europea y antigüedad estatal, distorsiona e imposibilita completamente el acomodo de la legislación procesal de la Unión a nuestro ordenamiento doméstico, obstruyéndose radicalmente el externo y necesario canal modernizador de nuestro ordenamiento adjetivo penal. Todo ello está redundando en un inevitable y agónico deterioro de las garantías del proceso y una rotunda e insalvable separación entre el paradigma de ideal procesal y lo que realmente sucede.

 

Empero, hay un segundo nivel de agravamiento aún más dañino que matiza al anterior, y es que la práctica judicial cotidiana, a consecuencia de las inexcusables deficiencias de las normas adjetivas criminales, ha terminado por banalizar principios nucleares del derecho de defensa, fulminando la naturaleza, funciones y el alcance de múltiples instituciones procesales. No cabe duda que es comprensible el lamento de quienes prestan sus servicios en -o para- la Administración de Justicia, desde el magistrado más alto del escalafón hasta el auxiliar del juzgado recién incorporado, pasando por el abogado que suscribe el presente artículo, no obstante es inasumible, tanto por los justiciables como por el resto de operadores jurídicos concurrentes en la litis, que dicho malestar pueda proyectarse peyorativamente en el ciudadano o en sus intereses procesales. Dicho de otra forma, un tanto más directa, la real y abrasiva carga de trabajo que soportan todos y cada uno de los juzgados y salas del país, en mayor o menor medida, no puede implicar omisión, marginación o postergación alguna de las garantías procesales de los ciudadanos.

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