YA conocen la historia: un artista urbano que se hace llamar Dadi Dreucol fue sancionado con una multa de 251 euros por intervenir en la calle Madre de Dios. Y el artista en cuestión hizo un dibujito sobre la multa y la vendió en internet por el mismo importe, con éxito fulgurante (prácticamente se la quitaron de las manos). Resulta paradójico, y en términos similares reflexionó Dadi Dreucol en su web, que los mismos artistas a los que se les pone alfombra roja en el Soho para que pinten lo que quieran sean reprendidos cuando deciden hacer lo mismo unas calles más allá. Un amigo, también artista, y de los buenos, me recordó al hilo del suceso el caso del artista Santiago Sierra, que rechazó el Premio Nacional pero vendió mediante el mismo procedimiento la carta que le envió el Ministerio de Cultura con un dibujito encima por el importe del galardón. Algo así como cuando Jean Paul Sartre rechazó el Nobel para pedir poco después que le ingresaran la guita directamente en la cuenta, sólo que hilando más fino. En todo este cachondeo hay un juego de posicionamientos bastante más complejo de lo que puede parecer y, sobre todo, una reflexión de la obra de arte como mercancía. Otro artista malagueño, Karmelo Bermejo, invirtió todo el dinero recibido a través de una subvención pública para una de sus Aportaciones en la compra de todas las entradas para una función de cine: grabó en vídeo la proyección de la película ante un mar de butacas vacías y así pertrechó una pieza de exposición. A Dadi Dreucol le llegó su oportunidad cuando aquel policía le multó; pero, además, su motivo adquiría forma de sanción, lo que le servía en bandeja un retruécano contra el principio de autoridad.

En una ciudad como Málaga, que parece haber encontrado en el arte urbano su vellocino de oro (este mismo mes desfilarán algunas estrellas internacionales del género por el CAC), el episodio adquiere una significación mayor. En el caso de Dreucol, lo relevante del asunto es el modo en que el arte urbano ha pasado ser objeto de vigilancia por parte del Estado a ser el Estado. Conviene situar estas travesuras, así, en su justo contexto: el arte resulta tremendamente útil al Estado, hasta formar parte del mismo, al permitir la acumulación y circulación de riqueza fuera de la inestabilidad del sistema financiero. La obra, sea un cuadro, sea un vaso de agua, permite al Estado tener sus fortunas controladas allí donde no puede llegar tras haber aceptado sus límites. Aplicado el entuerto a las ciudades y sus graffitis, normalizados con entusiasmo municipal, resulta que el verdadero policía es Dadi Dreucol. Un negocio redondo.

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