LA dignidad de la política española ha sido arrastrada por los escándalos de corrupción protagonizados por los distintos partidos y el alejamiento de los líderes y cargos públicos de las vivencias e intereses de los ciudadanos. En los últimos años se ha producido una reacción social de protesta e indignación por el estado de las cosas, de la que han surgido nuevas fuerzas políticas no comprometidas con el pasado y cambios, aún incipientes, en las formas de hacer política de los partidos tradicionales. Se han impulsado leyes para frenar la corrupción, aumentar la transparencia de las instituciones públicas e intensificar los instrumentos de control sobre quienes ejercen el poder y administran los bienes de todos. Hay que celebrar estas novedades como se merecen. No obstante, con la tendencia al pendulazo que caracteriza en parte la mentalidad colectiva de los españoles, se están imponiendo peligrosas pautas de conducta que, lejos de regenerar la vida política, pueden deteriorarla y empobrecerla. La política está siendo cada vez más una actividad sospechosa, que debe ser atada en corto, y a los políticos se les exige únicamente honradez, lo cual es positivo, pero también se implantan exigencias que perjudican objetivamente la racionalidad y eficacia de la gestión pública. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la extrema austeridad que se le dicta a los responsables políticos y a los directivos de empresas públicas, municipales y autonómicas, a los que se obliga a aceptar retribuciones nada acordes con la importancia y responsabilidad de su trabajo. La consecuencia última de esta práctica, que ya es común en muchos ayuntamientos y autonomías, será la devaluación de lo público. Vamos camino de que a la política sólo puedan dedicarse los ricos o los que carecen de trabajo cualificado o prestigio profesional. Y la política necesita a los mejores, pagados sin abuso ni desmesura, pero dignamente. O se empobrecerá sin remedio.

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