El dinero de la música popular

Bob Dylan ha decidido vender los derechos de autor de su gigantesco repertorio a la multinacional Universal

Hace unos días hemos conocido la decisión de Bob Dylan de vender los derechos de autor de su gigantesco repertorio a la multinacional Universal, una de las tres grandes de la distribución de la música popular, por un valor de trescientos millones de dólares. Se cuenta que el mítico cantante, en la frontera de los ochenta y con una numerosa prole, ha preferido hacer caja ante el nuevo e inquietante panorama de la industria musical tras la irrupción de Internet como elefante en cacharrería, y que tiene a nuestros más venerados autores dando tumbos por ahí aún a riesgo de perder pie y caer al foso que delimita el escenario.

Otro foso, bastante más oscuro, se abre ante los creadores e intérpretes de las canciones, tanto más cuanto menos conocido para el gran público resulta el músico en cuestión. La caída en picado de las ventas por el conducto tradicional de siempre y el incremento de la parte del negocio que se queda en los operadores de la red, donde Spotify y compañía campan a sus anchas, unido a la imposibilidad de programar conciertos en directo en el corto plazo, han cambiado radicalmente el modelo. Hasta ahora, era frecuente la disputa entre autor y discográfica por la titularidad de los derechos, sobre todo cuando el primero acusaba a la segunda de aprovecharse de la situación cuando el desequilibrio entre los contratantes era evidente, y ejemplos de batallas judiciales los hay sonados, aquí y en el extranjero. En España, una ley de propiedad intelectual algo más restrictiva y ciertas medidas adoptadas por la SGAE han mitigado algo las consecuencias, pero en el modelo anglosajón, mucho más liberalizado, el creciente poder de la industria y la deriva imparable hacia el negocio típico de volumen están llevando a los artistas a considerar sus canciones como un bien patrimonial más, antes que una seña de su talento mejor o peor retribuida.

Se me dirá, con razón, que son las leyes del mercado y, sobre todo, una consecuencia más de este mundo global y digitalizado al que todos nos hemos tirado de cabeza, pero no deja de ser un contrasentido, por muy legal que este sea, que joyas de nuestra música popular como Un velero llamado libertad o Mediterráneo, por ejemplo, no aparezcan en el catálogo de autores como de José Luis Perales o Joan Manuel Serrat, respectivamente. Aunque sigan sonando libres e inmortales en la radio sin wifi del tiempo.

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