La tribuna

Ángel Rodríguez

Que no dure lo bueno

ES difícil encontrar un presidente de los Estados Unidos con mejor balance que Franklin D. Rooselvet, el único reelegido en tres ocasiones: lanzó en su primer mandato el New Deal, su ambicioso programa contra la Gran Depresión, en el segundo consiguió sentar las bases de la regulación del capitalismo que ahora estamos echando de nuevo en falta, y falleció, casi al término del tercero, dejando el país a las puertas de la victoria contra el fascismo en la II Guerra Mundial. A pesar de ello, tras su muerte los americanos enmendaron la Constitución para que un presidente no pudiera volver a estar en el poder más de ocho años.

En nuestro país, ha sido José Montilla, presidente de la generalidad de Cataluña y candidato a la reelección en la convocatoria del domingo 28, el último en volver a hablar de la limitación de mandatos: ha dicho que no se volverá a presentar de nuevo si gana, dando pues a entender que puede que lo vuelva a hacer si pierde.

¿No debería de ser al revés? Es decir, ¿no deberían los candidatos que pierden repetidamente desistir de presentarse de nuevo y dejar paso a las nuevas generaciones de su partido? Y ¿no deberíamos dejar a los electores, que al fin y al cabo son el pueblo soberano, decidir cuándo hay que jubilar a los ganadores, permitiéndoles a éstos repetir cuantas veces lo deseen mientras sigan obteniendo la confianza de la mayoría? En una democracia que funciona, la limitación de mandatos es una regla paradójica: es inútil para los malos gobernantes y perjudica a los buenos, a los que se les impide seguir en el poder aunque cuenten con el apoyo del pueblo.

A pesar de todo, deberíamos, en mi opinión, imponer una regla en nuestro país que limitara a dos los mandatos de nuestros dirigentes, extendiéndola, al menos, a los presidentes de los gobiernos de la nación y de las comunidades autónomas y a los alcaldes de las grandes ciudades. Hay razones de peso para ello.

Lo primero que conviene admitir es que, efectivamente, la regla es paradójica porque la democracia constitucional lo es. Hay que recordar que las constituciones se inventaron para controlar el poder cuando éste aún no pertenecía completamente al pueblo, pero que desde que el constitucionalismo convive con la democracia sirven para controlar a gobernantes que están en sus cargos porque el pueblo así lo ha decidido. Que el poder democrático se someta a límites no deja de ser una cuestión espinosa, y aunque sabemos de sobra que una dictadura con apoyo popular puede ser tan tiránica como las demás, los controles contramayoritarios, de los que toda Constitución que se precie debe ofrecer un nutrido catálogo, no siempre son bien comprendidos. La limitación de mandatos es uno de ellos: no es un remedio contra los malos gobernantes, es una prevención contra el poder. El último que se ha ido por su causa ha sido Lula da Silva, uno de los mejores presidentes que ha tenido Brasil en toda su historia.

Por otro lado, cada vez tiene menos peso el argumento de que la limitación de mandatos vale sólo para regímenes presidencialistas, donde sirve para controlar el tremendo poder de un presidente elegido directamente por el pueblo y no por el parlamento. La deriva presidencialista de todos los regímenes parlamentarios, no sólo del nuestro, hace que, a estos efectos, unos y otros sean funcionalmente equivalentes. Un presidente de gobierno de un régimen parlamentario manda tanto como un presidente del país en uno presidencialista, si no más, ya que el primero cuenta con el apoyo, generalmente estable y acrítico, de la mayoría del Parlamento que se supone que le debería controlar, mientras que el segundo puede verse obligado a cohabitar con un Parlamento mayoritariamente hostil (eso es lo que le ocurre desde hace unas semanas a Obama). Y si el régimen parlamentario es, además, una monarquía, un rey vitalicio proporcionará de sobra la estabilidad y continuidad necesaria para compensar la limitación de mandatos de los presidentes. No vale, pues, descartar la limitación de mandatos como algo que sería extraño a nuestro régimen constitucional.

La limitación debería, además, estar establecida legalmente con carácter obligatorio, al nivel más alto posible (la pasada reforma de los estatutos fue una excelente oportunidad perdida), y, desde luego, no dejar su aplicación al arbitrio de cada cual. No sólo evitaríamos así interpretaciones pintorescas (Artur Mas se ha comprometido a no estar en el poder más de tres mandatos), sino que sería el único modo de evitar que la cuestión volviera a aflorar en cada elección, convirtiendo una regla pensada para controlar el poder en un instrumento al servicio de quien lo ejerce y declina la reelección sólo para mejorar las opciones electorales de su partido, o de quien pretende llegar a él y achaca al adversario su largo tiempo en el cargo porque no consigue vencerlo con otros argumentos.

Ojalá se hiciera pronto. Y si, llegado el caso, hubiera que consolar a alguno de los posibles afectados, bastará con recordarles que también los cementerios políticos están llenos de personas imprescindibles.

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