Un enemigo que sí hace prisioneros

El riesgo es el movimiento. Inermes. Quietos. Confinados. Condenados a prisión voluntaria en el hogar que ahora es cárcel

Una de las máximas expresiones de la barbarie en las guerras solía visualizarse cuando trascendía que el enemigo no haría prisioneros en la contienda. Narra la historia que Roma, antes de comprobar que los rehenes podían suponer unos suculentos beneficios económicos si se vendían como esclavos, presumían durante sus campañas militares de su costumbre de ajusticiar a los soldados contrarios que caían en su mano. Supongo que la falta de piedad de sus ejércitos infundía más terror al adversario. Pero tampoco le daban mucha alternativa que combatir con ferocidad. El precio de la vida cotizaba por el mismo valor en la bolsa, tanto si se rendían como si eran abatidos en el campos de batalla.

Lejos de aquel imperio, en pleno siglo XXI, la capital italiana es ahora el símbolo europeo de una población reclusa por voluntad propia. Porque ante este enemigo solo visible a los ojos de los microscopios, Italia, como España, ha resuelto que la única posibilidad de derrotarle es convertirse en su prisionero por tiempo indefinido. Y permitirle que mientras vaya diezmando a placer a sus habitantes hasta que el patógeno muera porque no pueda colonizar su presa siguiente. Para ello, el hombre ha decidido romper la cadena social que le une como especie y apostar como defensa por el aislamiento. La ley que ha impuesto el virus convierte a cualquier integrante del género humano en potencial sospechoso de contagiar al vecino. Aunque más bien es al contrario. Mientras no surgen los primeros síntomas, en realidad lo que tememos es que cualquiera nos pueda infectar. Y ese miedo no discrimina entre amigos o desconocidos. Ni siquiera entre los integrantes del eslabón de unidad más fuerte, como es la familia. El recelo está más que presente.

El riesgo es el movimiento. Inermes. Quietos. Confinados. Recluidos. Internos. Condenados a una pena de prisión voluntaria. La conversión del hogar en cárcel, con la única ventana de escape que permite la posibilidad de cada uno del gasto al por mayor que pueda asumir en el consumo de datos de los móviles.

Es posible que el coronavirus nos haya despertado de la pesadilla o, más bien, que nos haya devuelto a un pasado que habíamos amortizado. En los últimos años hemos visto evolucionar a la sociedad hacia comportamientos que premiaban los espacios virtuales más que los reales. Fácil observar a grupos de amigos e incluso parejas reunirse en la calle para interactuar, no con los presentes sino con los distantes. Como si la cercanía fuese un engorro que dificulta la comunicación entre las personas. Desde ese punto de vista, hace tiempo que la tecnología ya nos tenía presos. Quizá ahora empecemos a liberarnos.

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