Dentro de unos meses, las portadas inundarán nuestra nueva calma de estadísticas. Hablarán del notorio baby-boom de la cuarentena, y en 2021 nos cansaremos de ver reportajes sobre La generación del coronavirus. Nos meterán por los ojos el porcentaje de divorcios que quedó tras la pesadilla, porque el confinamiento redefinió el concepto de convivencia. Los partidos se tirarán los trastos a la cabeza (eso no cambiará) con cifras hinchadas de oportunismo. Que si el hundimiento de los autónomos, que si los miles de millones perdidos en cultivos muertos y trabajos sumergidos, el mayor oscurecimiento del mercado negro. Pero los medios no hablarán de datos capitales que se están escribiendo en las nuevas páginas de la historia.

Está en nuestras manos recordar, sin shares ni intereses financieros, las otras estadísticas que se están generando. Las de los libros desempolvados en casas donde se habían hecho invisibles para hijos. Las de los padres y las madres ante sus hijos sin las luces aberrantes de consolas y móviles, sino con papeles y un ejército de rotuladores; con puzles que aún tenían el precinto. Las de las conversaciones en ascensores que dejaron de ser plantas de oficinas para cobrar vida e incorporar emociones espontáneas. Las de vecinos judas que limpiaban su conciencia aplaudiendo a las 20:00 después de bajar a la calle sin mascarillas, guantes ni excusas a pasarse la cuarentena por el forro de la inconsciencia (no olvido).

Las de los abuelos que dejaron de cargar con la cría de los nietos para lanzarse a la aventura de aprender a usar esas videollamadas que aborrecían porque volvieron a jugar con sus nietos, aunque fuera virtualmente, y descansaron de la impagable paliza de cuidar de ellos sin la suficiente gratificación.

Las de la mayor empatía de los padres hacia los profesores, que les aliviaban gran parte de la carga de criar y cuidar a sus hijos por las mañanas.

Las de ese efecto desfibrilador en quienes celebraban tanto su vida en la calle que en el fondo ocultaban su miedo a estar solos en casa. Las de aquellas personas que empezaron a entender que, sin peluquería, maquillaje ni ropas de gala, escondían a una persona natural, y aprendieron a quererla más.

Las de los grupos de WhatsApp en las que los memes con emotirrespuestas predefinidas se vieron sustituidos por conversaciones más naturales y retomaron el sentido social del teléfono móvil. Las de las mascotas que se sintieron más que nunca en un hogar.

Las de los hijos que dejaron de preguntar ¿dónde está papá? para cuestionarles si podían ayudarles a cocinar ese plato que hacía años que no preparaban.

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