EL tratamiento informativo del crimen de los Alpes revela, en su mayor parte, que la salud mental sigue siendo para la sociedad occidental una patata caliente que pocos saben coger sin quemarse. Si desciende uno a los infiernos del amarillismo, las redes sociales y las ansias digitales de la primicia (hay que ir dándole la razón a Umberto Eco: internet está ocupando el lugar reservado al periodismo malo; y que conste que en el duelo entre apocalípticos e integrados sigo prefiriendo las tablas), los peores torpedos gástricos son inevitables. Pero también en eso que otros llaman prensa seria se han dado demasiadas cosas por sentadas. El primer shock vino a cuenta del número de víctimas. El segundo, cuando se supo que el suceso había sido intencionado y que el copiloto se encerró en la cabina por su propia voluntad. Pero, si la investigación consiste en someter el caos al orden, todo pareció quedar atado cuando se supo que el asesino había ocultado sus problemas de salud mental. Entonces sí, en la lógica argumentativa necesaria para el consuelo se establecía una relación evidente entre el estado depresivo del hombre a los mandos, con su correspondiente voluntad suicida, y la decisión de llevarse a 150 personas por delante, o al menos de pasar por alto el detalle a la hora de acabar con su vida. Eso lo explicaba todo.

Resulta sintomático, a estas alturas, el modo en que los problemas de salud mental se siguen asociando a desajustes de carácter moral. Como si un determinado diagnóstico psiquiátrico bastara para hacer previsibles comportamientos indeseables: la condición sine qua non aplicada al efecto, no a la causa. La evidencia, sin embargo, es que se puede sufrir una depresión, una esquizofrenia u otros trastornos y ser a la vez una persona sensible y de buen cariz, o un malaje con negra entraña, o un santo de la Iglesia Católica, o un asesino genocida. Pero no: en Europa, y especialmente en España, cuesta la misma vida disociar una cosa de la otra, por más campañas de concienciación que se lleven a cabo y por más que tantos psiquiatras y expertos adviertan de lo contrario. Para el ideario informativo posmoderno, parece pesar mucho más en la decisión del copiloto el problema de salud mental que ocultó que su interés en pasar a la Historia como uno de sus mayores asesinos.

Toda esta presunción del mal moral asociada al diagnóstico convierte a las personas con problemas de salud mental en los estigmatizados de nuestro tiempo, como lo fueron los judíos del siglo XV: los depositarios de la fatalidad. Hace falta un serio debate filosófico sobre la voluntad. Con urgencia.

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