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José Asenjo

Una exigencia democrática

SOSTENÍA Pío Baroja que la burocracia en los países latinos se había establecido para vejar al público. Poco tiene que ver la España de hoy con la de su tiempo, ni la actual administración con aquella contra la que clamaba el autor de El árbol de la ciencia. Sin embargo, los alarmantes fallos que se han producido en la administración judicial ponen de manifiesto que basta con rascar algo la superficie de la moderna sociedad española para encontrarnos con el viejo e ineficiente país que tanto juego dio en el pasado a pensadores y literatos. Algo que resulta llamativo si tenemos en cuenta que en estas décadas hemos construido ex novo unas poderosas estructuras políticas territoriales -Andalucía tiene la Justicia transferida- sin que tan ingente esfuerzo haya contribuido a que el ciudadano perciba su administración como algo próximo en el sentido más amplio de la palabra. Pero, además, si la Justicia está atrapada entre la insuficiencia de recursos y la desidia burocrática, no sólo se puede poner en riesgo nuestra seguridad, como dramáticamente hemos comprobado estos días, sino también nuestros derechos y libertades. Por ello, la consecuencia inevitable de una administración de justicia insuficiente es una democracia precaria.

Las imágenes difundidas estos días de montañas de legajos apilados en las sedes judiciales parecen testimonios recuperados del tiempo en el que Baroja arremetía contra un administración cuyo único fin aparente era humillar al ciudadano. Lo cierto es que hemos vivido un proceso de modernización asimétrico. Mientras que el mundo de la economía, los sectores empresariales y en general la sociedad civil han tenido una evolución paralela a nuestro nivel de desarrollo, importantes sectores de la administración siguen anclados en la premodernidad. Los gobiernos han acometido reconversiones de los sectores más improductivos del tejido industria, han llevado a cabo profundas reformas financieras y fiscales, han cambiado la legislación laboral, etc. Sin embargo, ha faltado ímpetu político para acometer la reforma de una administración cargada de vicios corporativistas y con un sindicalismo, celoso defensor de viejos privilegios, que se ha hecho fuerte en el sector público. Mientras que en el mundo real, pulsando la tecla de un ordenador, se pueden realizar operaciones comerciales o financieras con cualquier continente, nuestra burocracia sigue considerando un hecho normal que se tarde años en concluir la tramitación de un expediente administrativo. Desde el punto de vista de los derechos de ciudadanía resulta significativo que sólo las administraciones recaudadoras, Agencia Tributaria y Seguridad Social, se hayan adaptado a los nuevos tiempos incorporando a su gestión los últimos avances tecnológicos. Los graves fallos judiciales, que han sacudido el inicio de la nueva legislatura, convierte la vieja necesidad de reformar nuestra administración en una inexcusable exigencia democrática.

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