Este año me tocó vivir el Carnaval como presidente del jurado. Una experiencia muy reconfortante para tener la tercera pata tras la de aficionado y concursante. Es una posición algo extraña, tanto afán por la neutralidad te coloca en una nebulosa abstracta, en un inexacto lugar entre público y grupos, con cabos atados a ambos bandos, tan distanciado a la vez. Desde ese púlpito privilegiado uno puede observar todo el tablero con más nitidez. Y me ha apenado mucho comprobar el ambiente tan autodestructivo e inflamable.
Hay una sensación de juicio continua al que abre la boca o emprende una iniciativa. Gente que sabe diagnosticar a la perfección problemas sin propuestas para arreglarlos (y/o sin el valor para hacerlo en público por ser impopular). Personas que en caso de duda siempre pensarán mal. De polvo que se ha ido escondiendo bajo las alfombras del concurso y ahora se ha convertido en pólvora. Veo a gente dándose golpes de pecho pidiendo el Cervantes para las preliminares y despotricando por el concurso en el MVA cuando ni siquiera hemos sido capaces de llenar éste; cuando a lo más bonito del concurso, los niños que tienen que ser el futuro de la fiesta, se les deja huérfanos ante más de medio patio de butacas vacío. A grupos estancados o acomodados en su escaño histórico por falta de relevo que les presione. A grupos que llegan creyendo que todo vale y faltándole el respeto a las tablas. Carnavaleros con la escopeta cargada contra la Fundación o que solo acuden a ella para reprobar, criticar o exigir; a gente en la Fundación con miedo abrir la puerta porque cree que entrarán más enemigos que amigos. A público poco exigente con quien sube al escenario. A autores carentes de autocrítica y buscando más fantasmas que musas. En suma, a sus miembros cada vez más aferrados a sus trincheras, y ya sabemos qué ocurre en escenarios así: ni gana nadie ni se termina la guerra.
El Carnaval de Málaga, maldita sea, se está muriendo. Pero estamos a tiempo de remediarlo. Me lo han demostrado autores de comparsa con pluma afilada y valiente; murgas frescas con nuevas ideas y sin necesidad de reciclar chistes. Gente en la Fundación de perfil invisible que suma por sus avances. Público crítico y exigente. Jóvenes con ganas de futuro en el certamen. Autores que volverían a poco que fuera más abierta, comprometida y auspiciada por las instituciones. Carnavaleros sin nombre, grupo ni fama que podrían aportar a la Fundación ideas muy buenas de cara a mejorar tanto el concurso como la imagen de la fiesta en la ciudad. Se acabó el tiempo de las trincheras: hay que hacer una raya en el suelo y posicionarse eligiendo solo si queremos que el Carnaval sea ese potencial que nunca explota o si lo vemos seguir desangrándose.
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