calle larios

Pablo Bujalance

La fuente del conocimiento

Los futuros músicos, bailarines, actores y directores piden que la Universidad les abra sus puertas mientras estos estudios desaparecen de la ESO y el Bachillerato Es un mundo de máquinas

HACE unas semanas fui al Teatro Echegaray a ver a la compañía de danza La Phármaco, de la bailarina malagueña Luz Arcas. Se trataba de mi primera vez y, animado por amigos que me recomendaban no perdérmelo, decidí hacerles caso. Y lo cierto es que, por una ocasión, y sin que sirva de precedente, mis amigos dieron en el clavo. La Phármaco estrenaba su montaje Éxodo: primer día y me quedé prendado de inmediato por la belleza de la propuesta, la calidad abrumadora de la técnica y, más aún, por toda la sabiduría puesta en juego: inspirada en Sófocles, la obra paría ideas de peso sobre los mitos, los orígenes del lenguaje (sin que nadie abriera la boca, claro: únicamente a través de la música, interpretada en directo) y el modo en que el mismo todavía no ha acertado a nombrar algunas emociones fundamentales. Luz Arcas es una joven artista de proyección ascendente, reclamada cada vez en más escenarios nacionales, que sabe mucho de danza, claro; pero también, y cómo, de historia, de literatura, de música, de filosofía y de religión. Cuando salí del teatro estuve dando vueltas a la idea de que la danza constituye, también, un medio de conocimiento del mundo, de los hombres y de sus problemas, y que, por tanto, es capaz de aportar soluciones. Lo mismo puede decirse de la música: ya Nietzsche la reivindicaba como un logos incluso superior al verbo, más hábil y eficaz a la hora de generar conocimiento, y en los últimos años filósofos como Eugenio Trías han ahondado profundamente en la cuestión (durante el siglo XX, la obra de compositores únicos como Xenakis y Messiaen ha contribuido a despejar cualquier duda, por si quedaba alguna). Por no hablar de las artes plásticas, o de las visuales, o del cine, o del teatro, verdadera matriz de la que brotaron en la Antigüedad todo el corpus no sólo artístico, también el científico. Yo andaba de vuelta a casa muy contento porque Luz Arcas me había devuelto la confianza en el talento malagueño, que tan caro se vende a veces; pero no dejaba de lamentar lo poco que este talento cuenta para según qué cosas, más aún en una ciudad que sólo sabe arrimarse a la cultura cuando hay un escaparte a mano pero que prefiere hacerse pasar por moderna, smart y tuitera. En este tiempo de tecnócratas, el único conocimiento que sirve es el que estimula la competencia; el que procura el enriquecimiento del individuo, su cultivo, su proyección fuera de las sombras y de los beneficios efímeros lleva siglos en números rojos, y ahí sigue, soportando una crisis tras otra. Hay otra Málaga, cierto, una Málaga capaz de muchas cosas, pero Señor, cuánto cuesta reconocerla entre tanto escrache, tanto político que no sabe hacer otra cosa, tanto empresario abonado al pelotazo, tanto pedagogo de chistera y conejo y tanta querencia, en fin, a salir en la foto.

Ahora, los alumnos de los Conservatorios de Danza y Música y de la Escuela de Arte Dramático vuelven a llamar a las puertas de la Universidad de Málaga. No les basta con que sus estudios gocen de una equiparación universitaria en cuanto a créditos: quieren ser universitarios, que es muy distinto. Lo más paradójico es que las primeras universidades españolas, las que prendieron en al-Andalus (bastante antes de que los frailes decidieran reunir sus escrituras en Salamanca y ofrecer su lectura a los incautos), señalaban la música como materia obligatoria para todos sus alumnos. Resulta improbable, claro que Adelaida de la Calle decida aplicar ahora el Trivium y el Quadrivium (no sabemos qué diría Bolonia de esto), pero la posibilidad de que la Universidad, como generador de conocimiento, vuelva a albergar estos saberes resulta remota. La Lomce ya ha prometido encargarse de reducir drásticamente (cuando no eliminar) los estudios de música, arte y humanidades en la ESO y Bachillerato, y no parece que las enmiendas vayan a lograr gran cosa. Pero todo responde a intereses que nadie se ha molestado en camuflar: la Lomce consagra ya en su preámbulo la noción de competitividad como centro de interés de toda la reforma; y si se trata de competir, ¿quién va a querer dedicarse a bailar, interpretar, dirigir o tocar un instrumento pudiendo ser abogado, médico, periodista (aunque de éstos ya no queden muchos), arquitecto o empresario? Muchos respiran tranquilos sabiendo que los conocimientos inútiles siguen en la periferia. Es lo propio de un mundo de máquinas.

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