EL consejero delegado del Atlético de Madrid, Miguel Ángel Gil Marín, anunció ayer que el club expulsará a siete socios que han sido identificados por la Policía como participantes en la pelea callejera entre seguidores ultras del Atlético y del Deportivo en la que murió violentamente uno de los radicales deportivistas. Igualmente ha dado de baja como peña oficial del equipo al llamado Frente Atlético, con el que rompe toda relación y al que impedirá la exhibición de pancartas y otros elementos distintivos en el estadio Vicente Calderón. Mucho más blanda y simbólica ha sido la actitud de los dirigentes del Deportivo tras la tragedia del domingo. El camino emprendido por el Atlético, uno de los clubes históricos y señeros del fútbol español, ya fue recorrido con éxito, pese a las dificultades, por el Real Madrid y el Barcelona. Es el único camino posible y deseable si se quiere de verdad acabar con la violencia organizada que desde hace años viene ensuciando y estropeando el gran espectáculo social y deportivo que es el campeonato nacional de fútbol. Lo que ya no es posible ni deseable es la actitud timorata que han tenido la mayoría de los directivos de los equipos futbolísticos, que han convivido con las acciones agresivas, de odio y fanatismo, que se han prodigado en los campos y en sus alrededores. Han sido tolerantes con los grupos violentos, al amparo de su pretendido apoyo incondicional a los jugadores y el amor a unos colores, cuando no han colaborado en su organización y financiación. La violencia y el fanatismo no son privativos del mundo del fútbol, pero en la parte que les toca las directivas tienen la obligación de cortar de raíz los brotes violentos y, desde luego, desvincularse de los individuos y grupos que aprovechan este fenómeno de masas -como otros hacen refugiados en reivindicaciones políticas o protestas ciudadanas-, que deben ser desterrados de los estadios y condenados al ostracismo social, independientemente de las responsabilidades penales en que incurran cuando, como es frecuente, cometan auténticos actos delictivos (agresiones, batallas campales acordadas entre grupos ultras, destrozos y cánticos y consignas predicadoras de odio, racismo y xenofobia). El fútbol no se merece este tipo de seguidores. Ni se merece la pasividad que numerosos directivos han mantenido ante la aparición y el crecimiento de minorías violentas al socaire de una afición muy mayoritariamente sana y pacífica. La vigilancia policial constante y preventiva hace falta indudablemente para frenar esta violencia criminal, pero lo primero es lo primero: los clubes de fútbol son los más exigidos para apartar de sí a estos seguidores indeseables. Sobran desde hace tiempo.

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