Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El gavilán pollero

JOSÉ Manuel Rodríguez, Rodri, periodista de Radio Nacional, ha publicado un par de simpatiquísimos discos con algunas de las canciones que prohibió la censura franquista en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. En el imaginario, el censor era un sujeto oscuro, casposo y zote que se limitaba a aplicar, con la diligencia burocrática de un funcionario leal, las normas elaboradas por los estamentos de control superiores. El problema (su problema) consistía en que no había pautas exactas para aplicar en cada canción, libro o folleto sino normas generales, y el censor se veía en la obligación de emplear sus conocimientos, celo y sensibilidad a los casos particulares con resultados casi siempre estrafalarios y peregrinos.

La selección musical de Rodri es un compendio jugosísimo del genio moral del censor. En cada canción se adivinan las zozobras que turbaban la conciencia del verdugo del lápiz y las tijeras, por ejemplo, cuando rechazó un corrido de Pedro Infante titulado, machistamente diríamos hoy, El gavilán pollero ("se llevó mi polla / el gavilán pollero, / la pollita que más quiero", etcétera). O cuando dio por buena una famosa canción erótica porque no encontró transcritos los jadeos...

Tanto la censura musical como la audiovisual se transforman, con los años, en una suerte de arqueología moral que suscita un tipo de humor nostálgico. En otros casos no. En otros casos siguen causando la misma aversión e inquietud que cuando las obras fueron sometidas al secuestro o a la reprobación. Ayer la consejera de Educación, Cándida Martínez, presentó la edición facsímil del Estudio sobre el transformismo, un libro escrito por un profesor granadino, Rafael García, en 1889, en defensa de la teoría evolucionista de Darwin. El volumen fue censurado, su autor excomulgado y el libro destruido (del Estudio sobre el transformismo sólo sobrevivieron tres ejemplares).

¿Por qué nos divierte a veces la censura y nos turba otras? Porque en ciertos casos somos conscientes de la perduración del espíritu inquisitivo. Porque, a pesar del tiempo transcurrido desde los autos de fe contra ciertas teorías científicas, la excitación del debate, el pundonor anticientífico y el espíritu interventor de ciertos estamentos, no sólo religiosos, ha sobrevivido hasta hoy. No hay censura, no, pero perviven los puntos de vista cerrados e intransigentes que justificaron entonces la terrible diligencia del censor. Resulta difícil aceptar que hoy, en España, hayan renacido los defensores de la teoría creacionista que niega los postulados darwinistas o se ponga en duda la legitimidad de la investigación embrionaria. En cambio, nos da risa cómo desplumaron a El gavilán pollero.

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