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Rafael Padilla

¿Por qué gratis?

PARTAMOS de un hecho incontestable: ir a la universidad pública en España, a la que llega el 90% de nuestros universitarios, es mucho más barato que en la gran mayoría de países de la OCDE. Entre el 80% y el 85% del coste de cada plaza lo paga el Estado, esto es, por ser rigurosos, el conjunto de la población española con sus impuestos. La pregunta surge, pues, por sí sola: ¿se trata de un sistema de financiación sensato? La respuesta, a mi juicio, es rotundamente no. Y ello por varias razones. En primer lugar, porque estamos ante una enseñanza no obligatoria: el estudiar o no en la universidad es una decisión privada que, a su vez, reporta beneficios fundamentalmente privados. En segundo, porque no hay empresa que pueda sobrevivir cobrando el producto que oferta al 20% de su coste de fabricación. Y en tercer lugar, y último, porque ese esquema está fomentando la inconsciencia de un alumnado que ni valora el esfuerzo que, para ellos, asumimos todos, ni se siente comprometido a devolver, con su trabajo, la oportunidad que el país le concede y sufraga.

En tales condiciones, me parece absolutamente urgente plantear el debate sobre las tasas académicas, no sólo por la asfixiante situación de crisis en la que nos encontramos, que también, sino sobre todo por la propia justicia y equidad en el funcionamiento de la institución universitaria. Debate, por otra parte, demasiadas veces teñido de falsos prejuicios ideológicos: así, sigo sin entender que se considere más progresista y deseable que ricos y pobres paguen lo mismo (en la práctica, casi nada) y no, por reaccionario y rancio, que cada cual lo haga en función de sus recursos. Un programa reforzado de becas o la instauración de préstamos, a reintegrar por el graduado después de haber finalizado sus estudios e insertado en el mercado laboral, cimentarían una "igualdad" menos despilfarradora y más coherente con el fin básico de no desaprovechar ningún talento.

La educación universitaria ni es ni puede ser gratuita: ha de pagarla quien la recibe. Es escandalosa la tasa de abandonos (el dinero despilfarrado en los alumnos que desisten, un 30%, supone un lujo intolerable), como también lo es la de alumnos repetidores (en torno al 45% en la universidad pública) que, porque no pueden o porque no quieren, socializan el gasto de sus segundas, terceras y hasta enésimas matrículas.

Acepto que se trata de una cuestión políticamente delicada, casi tabú para cualquier gobierno. Pero, de no afrontarse, el efecto, y más en tiempos tan oscuros, pudiera ser un ahogamiento de la universidad pública que paradójicamente acabe reforzado el papel de las privadas. Algo, supongo, que no quieren cuantos, como yo, defienden su sostenibilidad, su capacidad de excelencia y, al cabo, la irrenunciable conquista social que implica el mantener sus puertas siempre abiertas a los que, en verdad, se ganen el derecho a merecerla.

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