EL problema de los códigos éticos de los partidos políticos es que ni ellos mismos se los toman en serio. Los presentan como respuestas contundentes a los casos de corrupción y muestras inequívocas de transparencia y honestidad, pero a la hora de la verdad los aplican con muchas excepciones. Siempre encuentran pretextos para burlarlos si les conviene.

Alrededor de cien candidatos a las próximas elecciones autonómicas y municipales están imputados por los tribunales en presuntos delitos de corrupción, prevaricación o tráfico de influencias. La mayoría son del PSOE o del PP. También la coalición-azote de corruptos, Izquierda Unida, lleva como candidato a alcalde de Sevilla al actual primer teniente de alcalde, Antonio Rodrigo Torrijos, que no se da por aludido por el código ético de su formación ¡porque se considera inocente! (como todos los demás imputados, supongo).

Esta incongruencia sugiere que la aprobación de normas internas anticorrupción por los partidos -cada cual presume de que la suya es la más estricta- obedece menos a la convicción de que con ellas se mejora y legitima la democracia que a la conveniencia de dar una réplica cosmética a los casos conocidos de corrupción que indignan a la opinión pública, por su reiteración y gravedad. No los guía tanto la necesidad de limpieza como el interés de parecer limpios. La pregonada tolerancia cero con los corruptos se ciñe exclusivamente a los corruptos del bando contrario.

Fíjense en lo que ocurrió con los tránsfugas, cargos públicos electos en una lista que se venden o alquilan a favor de otras sin abandonar sus escaños. La marea tránsfuga alcanzó tal nivel que los partidos firmaron un pomposo Pacto Antitransfuguismo comprometiéndose a no gobernar con ejemplares de esta subespecie política. Lo siguieron haciendo cada vez que les convino. El Pacto sirvió de arma arrojadiza: cada partido exigió aplicárselo a los tránsfugas enemigos y lo eludió para los tránsfugas amigos. Al final ha habido que reformar la ley para impedir que un tránsfuga altere la voluntad popular y dé o quite alcaldías.

Si continúa la vulneración de los códigos éticos en la selección de candidatos habrá que hacer algo parecido. Ya que las direcciones partidarias, por cobardía, complicidad o interés, no dejan de saltárselos a la torera, ¿por qué no se obligan a modificar la legislación y establecer jurídicamente en qué casos los incursos en un proceso judicial por corrupción no podrán presentarse a unas elecciones? Cuando estén imputados, cuando se les procese, cuando se sienten en el banquillo... eso es lo de menos. Se trata de que haya una ley clara y taxativa, a cumplir por todos sin excepciones. Ya que no lo quieren hacer por las buenas, que sea por las malas.

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