Reivindicó Antonio Banderas a los "locos soñadores" en el Congreso de Directivos españoles y, de paso, brindó un ilustrativo diagnóstico del paisaje sociopolítico presente. Resulta así significativo el modo en que quien arriesga, en el sentido que se prefiera, ha pasado de representar un cierto modelo respetable e inspirador (o tempora) a parecer poco menos que un pringao al que conviene no arrimarse mucho; y es que quien decide jugarse el pescuezo, o lo que tenga más a mano, por sacar adelante un negocio, un proyecto vital, un libro o lo que le dé la gana, corre el serio peligro de perder. De figurar en esa tenebrosa lista de frustrados que, con perdón, la cagaron. Y semejante metedura de pata no admite excusa ni redención en un país en el que durante no pocas décadas, desde bastante antes de la Transición, los apóstoles del pelotazo nos han ilustrado pormenorizadamente sobre cómo llevártelo calentito sin dar golpe y sin arrugarte la camisa. Nada se nos da mejor, al cabo, que ganar en la quiniela sin ni siquiera tener que echarla: basta con llamar a los cuñados adecuados para que, a cambio de un precio irrisorio que a Fausto le parecería una limosna, el riesgo quede minimizado. Así que si alguien se lleva un chasco, pues bien merecido lo tiene. Por tonto. Pero no contento con su utópico discurso, Banderas lanzó esta advertencia: "Hemos construido un mundo en el que lo real no es lo que vemos y hay impostores ocupando el espacio de los líderes genuinos". El problema, supongo, es que un líder genuino tiene la obligación de decir a la gente, también, lo que no quiere escuchar. Pero los líderes prefieren ahora vender la moto, continuamente, por más que la moto no tire y se caiga a cachos; alabar sus virtudes y la del potencial comprador con tal de que el votante que se acercará mañana a la urna vote convencido de que ha hecho lo que tenía que hacer, feliz y contento con su adquisición. Sí, ciertamente Banderas denunció en su discurso que el emperador está desnudo. Y que lo está, sobre todo, en las redes sociales, "donde los mensajes que se lanzan no están basados en valores sólidos, sino en la apariencia".

Sería interesante, por no decir urgente, considerar cuánto del bloqueo político actual se debe a la virtualidad de las relaciones personales a través de las redes sociales. Es cierto que las redes representan un mundo que no es real, pero también lo es que este mundo irreal empieza a influir con una determinación cada vez mayor a la hora de asumir decisiones trascendentales. De entrada, no pocos impostores han alcanzado ya la condición de líderes gracias a su proyección viral en las redes. Pero, lo que es más grave, la sociedad española parece haber asumido sin más una mutación tremenda de los valores por la que ya no importa tanto la gobernabilidad de un país, sino la afirmación en la convicción propia por encima incluso de la supervivencia del adversario. Justo esta ilusión que nos reafirma en una esfera de poder cuanto menos quebrantable es nuestra adhesión al rebaño es la que está deteriorando la convivencia en España. Ante este monstruo, no queda más arma que la duda. La duda, siempre. Y el riesgo.

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