Las llamativas alteraciones en el discurso político de la derecha han ensombrecido la profunda transformación que la izquierda radical ha experimentado y que, por sí sola, justificaría un detenido y sorprendido análisis. Hace ahora cinco años que Podemos nació a la actividad pública y electoral. Venía, según sus fundadores, a revolucionar el tablero político español marcando radicales diferencias con toda la actividad política desarrollada desde la Transición hasta nuestros días. De la mano de una reformulación política completa, reclamaban la necesidad urgente de encarar un nuevo proceso constitucional que pusiera fin a la 'parodia democrática' que representa el 'régimen del 78'. Todo ello, como consecuencia del inevitable triunfo de la gente, que ellos representaban, contra la casta dirigente, que eran todos los demás. Este discurso, adobado con una política gestual nueva, despertó indudables simpatías en un sector desilusionado de la población española que le llevó a disputarle la supremacía al PSOE y a contar con 71 escaños.

A partir de ahí es difícil encontrar en el panorama español un mayor cambio político y una peor gestión de los apoyos electorales. En estos pocos años, Podemos ha pasado a ser una organización dividida, con una transformación en su ideario y su estrategia que la hacen difícilmente reconocible. La imagen de Pablo Iglesias, Constitución en mano, pidiendo paciencia y discreción a la hora de hablar de acuerdos postelectorales y su comparación con la rueda de prensa en la que exigía a Pedro Sánchez la vicepresidencia del gobierno, varios ministros y el CNI y TVE es la mejor expresión del cambio radical de esa formación política.

Pero Pablo Iglesias ha tenido la habilidad de, por ahora, salir indemne de su sonoro fracaso. Aceptar la derrota electoral antes de que se abrieran las urnas ha amortiguado lo que objetivamente es una estrepitosa caída, que ha sabido combinar con el horizonte de que su formación llegue a sentarse en el Consejo de ministros. Es su última esperanza. Por eso, cuando, pasadas las elecciones municipales, volvamos al fragor de la negociación para formar gobierno, nos encontraremos con un Pablo Iglesias intransigente y reivindicativo, agarrado desesperadamente a su presencia en el Gobierno como la única tabla para salvarse del naufragio. El problema es que para eso, incluso, le falta unanimidad y le quedan pocas fuerzas.

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