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Rafael Padilla

El juego olímpico

NI me ha sorprendido ni me ha dejado de sorprender que Madrid no haya sido finalmente elegida como sede de las Olimpiadas de 2016. Y es que eso, la sorpresa, tiene como presupuesto el conocimiento previo de unos criterios claros que más tarde, por verificación, permiten examinar y enjuiciar el fundamento de lo acordado. Nada que ver con lo que ocurre aquí. Es la voluntad pura y dura de los miembros del COI, literalmente irresponsables, la que da y quita lo que le viene en gana.

Sí, en cambio, me resultó verdaderamente pintoresco que un buen número de líderes insignes, incluido el emperador Obama, doblaran por turno la cerviz ante el senado olímpico, un grupito de mamadores que viven como el que lo inventó y cuya fuente de legitimidad permanece ignorada. La pregunta se cae por su peso: ¿y éstos quiénes demonios son para que babeen ante ellos los teóricamente poderosos del mundo? Sospecho que no lo sabe nadie y, siendo así, la ceremonia ha de incluirse entre los ejemplos más destacados de lo absurdo.

Podría objetárseme que es la "autoridad moral", su prestigio intachable como valedores del movimiento, lo que les otorga tan libérrimas e inapelables facultades. Pero, por desgracia, los antecedentes invalidan ese argumento. No han sido pocos los escándalos que han salpicado a miembros del COI. Sobornos, privilegios, trapicheos con las autoridades municipales de las ciudades candidatas, favores de las grandes multinacionales, ventas a la puja del voto y todo un catálogo de golferías que les aleja de la cima de lo modélico y les acerca, y mucho, al viejísimo arrabal de los pícaros.

En esas condiciones, sin un baremo objetivo, sin controles eficaces de imparcialidad ni garantías sobre la limpieza del proceso, someterse al capricho de esta peculiar centena de patricios implica una bobada notable, un carísimo acto de fe que ningún dirigente sensato -y menos con nuestro dinero- debería realizar. Las estructuras olímpicas, autoritarias y herméticas, presentan hoy tal déficit de transparencia, tantas vías de agua, que uno no comprende la fascinación y la reverencia, el paradójico respeto, con el que gobiernos contrastadamente democráticos se someten a sus veleidades y acatan sus oráculos.

La connivencia, por otra parte, entre los actuales rectores del olimpismo y las más influyentes empresas del planeta les está convirtiendo cada vez más en una especie de Consejo de Administración encargado, sobre todo, de velar por el negocio, de tomar siempre las medidas económicamente "convenientes". Un ideal, éste sí, sacrosanto, un circo rentabilísimo y un juego de intereses que no se va a arriesgar por tonterías ridículas como la ecuanimidad o la justicia.

Así lo veo y así lo cuento. Con la esperanza, al cabo, de que el engaño no logre frustrar más las ilusiones cándidas de tantos millones de incautos.

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