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Rafael / Padilla

El laberinto catalán

LA situación en Cataluña se está volviendo irrespirable. Para un observador sereno, a salvo del ardor que se expande, casi todo lo que allí está ocurriendo carece de sensatez. El independentismo, una opción otrora minoritaria, gana velozmente adeptos, amenazando con destrozar todos los equilibrios. Dos parecen las razones básicas que fundamentan semejante aceleración. Se encuentra sin duda la primera en la actual crisis económica. Siendo, como es, insoportable, impulsa en quien la sufre la búsqueda de cualquier salida, aun de la menos lógica. Así, una buena parte de los catalanes creen que todos sus males derivan de la pérfida España: somos los demás los que esquilmamos sus recursos. Resultaría difícil sostener esa idea a la vista de los números concretos, pero esto es lo de menos. Como señala Boadella, esa paranoia funciona, identificar un enemigo al que culpabilizar reconforta y otorga esperanzas. Es cierto que olvidan el análisis del día después: una Cataluña independiente, fuera de Europa, descapitalizada, incapaz de autofinanciarse, implicaría para ellos un infierno todavía peor, mucho peor, que el presente.

La segunda, de claro cariz político, deriva del fracaso del Estado de las Autonomías. El famoso "café para todos" ha cristalizado en una estructura demencial que multiplica estúpidamente nuestras penurias. Frente a tal disparate, la aconsejable reacción recentralizadora choca frontalmente con el tradicional sentimiento de las comunidades históricas, dispuestas a no ceder un milímetro en su afán de gestionar sus propios asuntos. Al órdago racionalizador responden con el órdago de la independencia, colocándonos de este modo en una coyuntura verdaderamente diabólica.

Más allá de fenómenos inasumibles (la reescritura de la Historia, la educación en el odio, el desprecio cultivado por el diferente) que, por desgracia, no fueron rápida e inteligentemente atajados, estos dos factores explican mejor que cualesquiera otros el laberinto en el que nos hallamos.

Queda el llamar a la cordura, el arrebatarle la voz a los salvapatrias y a los que están a punto de tirarse al monte. Esta última posibilidad anima lo que hoy reclamo: el protagonismo imprescindible y valiente de cuantos, políticos o no, de allí o de aquí, saben que la democracia tendrá siempre suficientes mecanismos como para solventar, desde el talento, la comprensión mutua y el diálogo leal, cualquier conflicto.

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