Se ha aprobado la octava ley de educación de nuestra democracia. La llamada Ley Celaá durará lo que dure la actual mayoría. Que cada gobierno venga con su ley de educación bajo el brazo es un grave síntoma de inmadurez democrática. Si algo debiera quedar al margen de las disputas partidistas es el sistema educativo, las razones son demasiado evidentes. El último en entenderlo así fue Ángel Gabilondo, que llegó al ministerio con la Gran Recesión, pero a pesar de las dificultades lo hizo con la determinación de impulsar un Pacto Social y Político por la educación. Para tan importante objetivo de país logró consensuar "doce objetivos educativos para una década", que se concretaban en 150 medidas: "Estaba todo por escrito y a punto de firmarse. Pero al final el PP pensó que no debía firmarlo. Yo lo respeto", afirmó Gabilondo años después en una entrevista. Tras él llegó al ministerio Jose Ignacio Wert, distinguido representante de la derecha desacomplejada, y la educación volvió al campo de batalla. Lo de Gabilondo fue un remanso, que probablemente rompió la presión de la iglesia y de la concertada. Que aquella juegue un papel tan decisivo en el debate sobre la educación en nuestro país es una anomalía democrática.

En el franquismo, la iglesia católica, que llamaba cruzada el golpe de Estado que desencadenó la masacre de la Guerra Civil, gozó en la práctica del monopolio de la enseñanza. Lo sé por que me eduqué, es una forma de hablar, en el malsano clima moral del nacionalcatolicismo de la dictadura. Acostumbrarse, después de tales prorrogativas, a convivir con un Estado laico y aconfesional no debe ser fácil y subidos a la chepa del PP esperan volver al viejo esplendor. En cuanto a la concertada, lo que está en discusión no es una cuestión de libertad sino igualdad: la educación financiada con dinero público debe ser igualitaria y accesible a todos. Que no sea así es un asunto moral y no de libertad. Lo del español como lengua vehicular es algo que, como todo lo relacionado con los nacionalismos, tiene más que ver con lo simbólico que con lo real. Pueden tener razón los que creen que un tema de tanta sensibilidad no debería utilizarse como moneda de cambio. Pero una cosa es que al gobierno le falte sensibilidad y otra bien distinta afirmar que el futuro de nuestra lengua depende de algo que incorporó la ley Wert y que aprobó el PP, sólo con su mayoría, hace menos de una década.

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