Amo los libros, no sólo la literatura. Y el cine, no sólo las películas. Por eso nunca me pasaré al cómodo libro electrónico y nunca me consolaré de la pérdida de los cines. El libro materializa la literatura con el diseño y la tipografía del volumen, el tacto y el olor del papel, permitiendo anclar la obra a un puerto concreto y guardando el recuerdo de su primera lectura. Es hermoso, cuando se cumplen años, coger de vez en cuando el volumen que nos descubrió a Verne, Dickens, Stevenson, Saint-Exupéry, Mann, Proust, Conrad, Camus, Bellow o Bashevis Singer -por citar algunos de los encuentros que me marcaron de por vida-; o las novelas de quiosco en las que por primera vez leímos a esos fieles compañeros que son Agatha Christie, Conan Doyle o Sax Rohmer. Antes que el tiempo muera en nuestros brazos, cuando la edad nos pone cuerpo de Fernández de Andrada y llegan los días de las relecturas -porque no es lo mismo leer a los autores grandes, o pequeños y placenteros, con 25 o con 65 años-, el reencuentro con aquel viejo libro, ahora de páginas amarillentas, en el que leímos por primera vez Los papeles póstumos del club Pickwick, Carpe diem, Lord Jim, La montaña mágica, Por el camino de Swan, La casa de Jampol, Un estudio en escarlata, La isla del tesoro, Hector Servadac o El asesinato de Roger Ackroyd añade una emoción personal a la lectura .

Y lo mismo sucede con el cine. Una cosa son las películas, que se pueden ver en un cine, una multisala o en casa, y otra el cine. Las películas eran una parte -sustancial, sí, pero solo una parte- de eso a lo que llamábamos cine e incluía la personal fisonomía de la sala, los rituales caminos de ida y vuelta a cada cine y los bares en los que se tomaba café antes entrar o se hacía tertulia después de la película. Eso permitía anclar los recuerdos. Las películas de mi vida están unidas al cine en que las vi por primera vez: Lawrence de Arabia o El mensajero al Cervantes, Mamma Roma o Jules et Jim al Trajano, My Fair Lady al Llorens, Petulia o El silencio de un hombre al Rialto, West Side Story al Florida, Fellini ocho y medio al cine-club Vida, Amarcord al Bécquer… ¿Cómo podrán recordar los espectadores de hoy las películas de sus vidas, vistas en una sala impersonal de un complejo multisalas embutido en un centro comercial igual a otros? Esto no es nostalgia, es duelo.

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