Yo y el lince ibérico

Por qué no se nos protege a los que hemos optado por vivir en el casco histórico a pesar de las limitaciones

Me dice un amigo que lo bueno de la burbuja turística es que ya no hace falta gastar dinero para salir al extranjero; basta con pasear por el centro de la ciudad para oír hablar en varios idiomas y cruzarse con todas las razas que conocíamos de los álbumes de cromos de nuestra infancia. Los pisos se están convirtiendo en apartamentos turísticos, las tiendas van dirigidas a los gustos de turistas que parecen estar todo el santo día comiendo emparedados, bebiendo zumos de frutas y chupando helados a precios europeos. Para ver una quincalla, una mercería, una tienda de comestibles, un zapatero remendón o una ferretería hay que desplazarse al extrarradio y deambular por barrios populares.

Son muchos los bares que despiden a los parroquianos de forma sutil elevando los precios o eliminando las consumiciones en la barra. A las ocho de la tarde los turistas ya están ocupando las mesas prestos a cenar, y no hay sitio para los que quedamos a tomar una copa a eso de las diez, y no recién levantados de la siesta. No les interesamos como clientes. A nosotros no nos la dan con queso cobrándonos un café al doble del precio razonable, por mucha chocolatina que nos pongan junto a la taza. Tampoco estamos dispuestos a pagar una cerveza como si estuviéramos en el Café de la Ópera de París o en el Florián de la plaza de San Marcos de Venecia.

Y digo yo que lo mismo que se subvenciona al lince ibérico o al oso pardo, por qué no se nos protege a los que hemos optado por vivir en el casco histórico a pesar de las limitaciones que suponen la movilidad, el aparcamiento, el incesante flujo de despedidas de soltero, procesiones de todo tipo y ruidos nocturnos de las omnipresentes botellonas y movidas. Los tan elogiados silencios de Sevilla han quedado para las corridas de toros, la salida de la patrona o el paso del Señor de San Lorenzo. Son un tópico parecido al de la primavera y el azahar que sólo dura unos días y da para que los amantes del ripio y pregoneros varios tengan tema para el resto del año. Nunca una mentira fue tan literaria ni un episodio fugaz tan glosado hasta el hastío. Solicito a la consejería que corresponda la protección de los que pretendemos continuar viviendo en nuestro hábitat natural, aunque sea a costa de seguir representando el papel pintoresco de chistosos y palmeros de esa Andalucía de pandereta que tantos extranjeros vienen buscando.

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