PUES claro que se puede (y se debe) criticar al Gobierno. Por muchas cosas. Por imprevisión, por improvisación, por llegar tarde, por sus errores de diagnóstico y por el que tal vez sea su principal pecado: una política de comunicación desastrosa, impropia de un país como España y de una situación tan excepcional como la pandemia. Que el resto de gobiernos europeos también cometan errores no significa que los cometidos aquí sean menos graves ni más disculpables. Por todo esto, cabe recordar que la asunción del estado de alarma como una mordaza por la que nadie debe atreverse a poner pegas a las decisiones asumidas, por temor a que las críticas resulten contraproducentes y sofoquen los ánimos, entraña una supuesta candidez mal intencionada que en una democracia consolidada debería haber quedado superada. Hace unos días ponía aquí a Juan Manuel Moreno Bonilla como ejemplo de que es posible criticar al Gobierno y al mismo tiempo mostrarse leal en momentos de dificultad; esto es, distinguir las churras de las merinas. El problema, claro, es que si algo no ha logrado sofocar el confinamiento es el ruido. El vecindario está lleno de epidemiólogos, gurús 2.0 y geoestrategas, y así no hay quien se entienda. Que exista el derecho a la crítica no significa que siempre sea oportuna. Ni recomendable.Porque lo que tenemos en todo este ruido no es tanto una crítica preocupada por la resolución rápida y eficaz de la crisis, sino, en su mayoría, y de nuevo, la peleíta política de siempre por la que se trata de poner a salvo a los míos a toda costa. Por encima de la razón y de la verdad si hace falta. Es muy cierto que el Gobierno tendrá que enfrentarse a esta verdad, tarde o temprano. Pero también lo es que la raíz esencial del problema puede ser tanto el 8-M como un sistema sanitario débil, desmantelado y sin recursos. Claro que las manifestaciones debieron haberse suspendido; pero, de haber sido así, me temo que el paisaje sería más o menos como el de ahora, con los hospitales colapsados y el personal sanitario expuesto a la enfermedad, sin medios de protección, con materiales aislantes que parecen sacados a menudo de Mortadelo y Filemón y un nivel de contagio entre los profesionales que atienden a los enfermos inaceptable por una mera cuestión de dignidad. Que nuestro sistema de salud pública haya llegado así a esta crisis es un fracaso de todos.

Y ese todos incluye a las comunidades autónomas, responsables en gran medida de este desmantelamiento. De manera que bienvenida sea la crítica. Pero la crítica honesta. Empezando, ay, por la autocrítica.

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