La Rayuela
Lola Quero
La fiesta de Alvise
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En el espléndido texto que ha escrito Manuel Rosal para la última exposición de Silvia Cosío, El trato con lo invisible, aborda el editor las coordenadas de una pintura que se presenta en su obra reciente con especial fulgor, cada vez más honda y luminosa. Es un texto ensayístico que no se limita a comentar los cuadros sino que los interpreta y acompaña desde una creación paralela, donde se aportan claves de sentido que amplían su significación más allá del orden estético. Este más allá, por otra parte, está presente en la obra de Cosío desde los inicios y sugiere que su empeño de pintora se inscribe en una aventura intelectual –de la que el intérprete ha sido y es testigo privilegiado– que toma cuerpo en su trabajo de artista, pero nace y se alimenta de múltiples fuentes que le dan a ese trabajo una profundidad desusada. Habrá quien diga culturalismo, pero la palabra es reinvención, no sólo de los referentes convocados sino de la realidad misma, que por efecto de la mirada –y también del pensamiento– se convierte en una realidad otra. La forma que tiene Cosío de cultivar la figuración desprende en efecto una “historicidad extraña” y, a medida que crece, vemos con mayor nitidez su universo propio. Varias de las obras expuestas remiten a su trayectoria anterior, que tiene entre sus motivos recurrentes el imaginario de la infancia, así la niña bañista de El salto o las que hacen piruetas en Ancestros o Grandes esperanzas, y también los retratos de pequeño formato –Virginia Woolf, DavidHockney o Mariana Enríquez– que se suman a una colección donde alternan muertos y vivos, todos merecedores de culto. Un altar, matiza el ensayista, incesantemente actualizado, que “como el de los antiguos romanos, siempre acepta nuevos dioses”. Piezas tan sugerentes como Olympia o Sol negro, desnudos por así decirlo desactivados, o tan brillantemente sincréticas como El juicio de Paris o Victoria, Ninfa o Santa Cristóbala –Grecia y la era cristiana confluyen en la brava figura de una mujer negra– o la impresionante serie de los Emparrados, donde la luz se hace cegadora, son obras cimeras en las que el pincel de Silvia, para decirlo con la frase hecha, parece manejado por ángeles. El artista es por definición creador, pero también legatario –beneficiario y continuador de esa heredad ampliada a la que se refiere Rosal– de una tradición tan incitadora como el presente en el que vive, ensanchado a través del diálogo con las formas recibidas. Hemos tenido la fortuna de seguir desde el principio el trabajo de Cosío y no dudamos en afirmar que su obra última, verdaderamente excepcional, la sitúa a la altura de los maestros.
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