Calle Larios

pablo Bujalance /

El mártir Cobain

HAY ocasiones en que la música, una música, abre puertas que parecen destinadas a no cerrarse nunca. Yo tenía 15 añitos cuando escuché en la radio Smells like teen spirit. Tenía algún dinero ahorrado y al día siguiente fui a Candilejas a comprar Nevermind. Y tanto me gustó que el siguiente disco que compré, cuando logré reunir la guita a base de sobornar a mis abuelas, fue el Bleach, en un precioso vinilo de color rosa (Dios sabe dónde andará). Mi amigo Emilio, compañero del colegio que ahora trabaja en la Librería Luces, ya me había introducido en el mundo extrarrestre y alucinante de los Pixies, y Nirvana nunca dejó de parecerme una copia poco afortunada; pero, aun así, me gustaban aquellas canciones rudas, aquella rabia escupida que, en el fondo, tan poco tenía que ver conmigo. Tres años más tarde, ya en la Universidad, monté mi primer grupo (por allí andaba Israel Calvo, que luego tocó en Gastmans y Hairy Nipples: su casa fue nuestro primer local de ensayo) y, claro, lo primero que hicimos fue una versión de About a girl. Poco después, la noticia estalló de manera inesperada: Kurt Cobain se había quitado la vida. De inmediato empezaron a caerle etiquetas a aquella generación, la mía, la de los 90, aquella década gris y al parecer conformista, en el limbo, algo tarada, tan pasiva en comparación con nuestros hermanos mayores que habían corrido delante de los grises y habían construido un mundo de color y libertad con la Movida. Ya teníamos a nuestro John Lennon, un mártir al que ponerle las velas. Un muerto, al cabo, bajo el que refugiarnos.

Cuando todo aquello empezó a rodar y las revistas al uso lanzaron sus patéticas exégesis psicosociales, mi reacción fue no menos inmediata: dejé de escuchar a Nirvana. Y dejó de gustarme. No he sido capaz de escuchar dos canciones seguidas en estos veinte años. Es más, comencé a alejarme del rock: todo lo que significaba este término me sonaba a estafa. Dejé de comprar el Rockdelux, de frecuentar las pocas salas que había en Málaga (por entonces nuestro oasis era La Factoría, en la calle San Lorenzo) y abracé aquella orfandad con sumo placer, aunque no tardé en encontrar nuevos padres: empecé a disfrutar como loco con Joâo Gilberto, con Steve Reich, con Salif Keita, con Mahler, con Schubert. Todavía hoy, el 80% del rock que escucho es anterior a 1980. Y me da igual, dado que la música que uno escucha todavía parece proyectar (inevitablemente) una imagen personal, lo que esto pueda dar a entender. No creo que los de mi quinta necesitáramos a un suicida que tampoco escribió páginas excesivamente brillantes como referente, por más que al rock le gusten estos dramas. Y no, no lo hemos necesitado.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios