El tiempo es una magnitud física que se mide en segundos. Esto nos escupe fríamente el diccionario, como una máquina de tabaco una vez hecha la petición, su definición, gracias. Pero es también un concepto abstracto, uno de esos que tanto cuesta enseñar en las escuelas. Cómo explicarle a un niño que es mucho más que una manilla que camina a diario por una esfera. Que cae plomizo como lava por las canas de quienes ya consumieron bastante de él. Que va zumbando inconsciente por las autopistas de la adolescencia. Y que es un trilero caprichoso: a ti te puede regalar una hora eterna y a mí 60 minutos huidizos.

El tiempo, como los colores, puede ser camaleón según la piel donde se pose. Y medirse en besos. En los que ya no volverán, en los que aún creemos que nos están esperando. En los que desparramamos una noche de prisas y cervezas bajo sones de moda. En los que se quedó una parte del alma de otra persona. Es curioso esto del tiempo: parece dejar de existir en el preciso instante en que más plenamente lo utilizas.

El tiempo debería venir conceptualizado en la nómina, y ser remunerado a la hora mejor que nuestra formación o capacitación. El tiempo cobra formas humanas en el lecho de muerte. El tiempo es la arruga, pero también todos los libros que escribimos sobre ella. El tiempo son los tatuajes que vamos dibujando en las personas que conocimos, la moneda de uso común que descuadra todos los inventarios de nuestras relaciones con los demás. Cicatrices, diarios, atardeceres, conversaciones… el tiempo elige tantos vestidos que se pasa la vida en una eterna fiesta de disfraces.

El tiempo no tiene oficina de objetos perdidos. Y si un día te visita, macabro él, será para recordarte cómo lo dejaste ir. En su boca un te lo dije es más lacerante. Y como le demos tiempo al tiempo, lo convertiremos en un caníbal insaciable. Por eso la única manera de resistirlo es creando los momentos, esos cantares de gesta que recordarán las veces que llegamos a domar el tiempo.

El tiempo se mide en recuerdos, cuando ves que de tu reloj se fue más del que queda. O en proyectos, confiado en que aún podrás disponer de bastante. Hay quien se pasa la vida perdiendo el tiempo y quien lo invierte a plazo fijo en la caja de ahorros de la experiencia. Y a veces construimos jaulas con marcos de fotos, pretendiendo capturar ahí para siempre la memoria de alguien que se fue, o que no podemos ver físicamente a diario, creyendo que así podremos vencerle una batalla al tiempo. Aunque el tiempo siempre gana la guerra. Porque nosotros tenemos una cantidad de tiempo en nuestras vidas, pero el tiempo tiene toda la vida de nosotros.

Y me encantaría seguir hablando de esto, pero no puedo. No por haberme quedado sin tiempo, sino sin espacio, que es su hermano gemelo. Otro día hablaremos de él. Con permiso del tiempo, claro.

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