Escribo a mi amigo Yann, periodista del Nice Matin, que vive a dos pasos de la basílica de Notre-Dame en Niza. Quiero cerciorarme de que él y su familia están bien. Me responde que sí, que están todos sanos y salvos, aunque el ir y venir de sirenas no decrece. Le pregunto cómo llevan los ánimos con la confluencia del atentado y el nuevo confinamiento decretado en Francia, y entonces se explaya en su respuesta, digna de ser reproducida aquí y en todas partes: "El mundo está loco. Quizá lo ha estado siempre. Lo que pasa es que es la tercera vez que esta locura golpea nuestra ciudad. Es mucho. Aún una sola vez ya era demasiado. Pero volveremos a aprender a vivir sin miedo. A salir, a encontrarnos, a no permitir que la rabia nos ciegue, a vivir juntos sin que nuestras diferencias nos dividan. Volveremos a vivir como se vive en nuestra bella Niza, con la libertad y la alegría que caracteriza a las ciudades mediterráneas. ¡Los malagueños entenderán!" A medida que voy leyendo estas palabras me voy dando cuenta de su relevancia, de la razón que asiste a Yann. Cegarse de rabia constituye una respuesta inútil a la ceguera del fanatismo, porque el odio es un fanatismo siempre, incluso cuando nos situamos del lado de las víctimas. Y pienso en el modo en que aquí, con nuestro particular historial de terrorismo, la sociedad española ha consentido su propia fractura sólo por disponer de un adversario contra el que arrojar la frustración propia. Mucho antes del crimen, mucho antes del tiro en la nuca, están el recelo, la sospecha, la tendencia a ver al otro como un invasor o un peligro potencial, el ataque furibundo en las redes sociales, la adscripción acrítica a un bando y el rechazo a todo lo que venga que ver con el contrario, la consagración del trazo grueso como vara de medir, del rencor como iniciativa parlamentaria, del desprecio como exigencia. Es importante considerar la libertad en virtud de poder decir, hacer y sentir lo que queramos sin temor a represalias; pero no lo es menos reivindicar la libertad como exención del odio y la sed de venganza.

Ahora, por si fuera poco, el miedo ha venido a ocupar los espacios que hubieran podido quedar disponibles en esa fractura. El otro ya no es sólo susceptible de ser un adversario, también un foco de contagio capaz de comprometer nuestra salud (y nuestro sistema sanitario) en términos muy graves. Como fanatismo igualmente aficionado a la ceguera, el miedo debería quedar desterrado de los valores cotidianos: corresponde asumir la prudencia, pero nunca el miedo, porque al cabo seguramente no hay nada más contrario al miedo que la misma prudencia. Pienso en Málaga, donde, como dice Yann, es posible entender: en esta ciudad bendecida por la luz y el Mediterráneo nos ha sido dada la posibilidad de vivir sin odio, sin miedo, sin rencor, con la libertad no como aspiración sino como pan cotidiano. Ésa es nuestra esencia, sin banderas ni mecanismos excluyentes: la vida por sí misma, un atardecer en la playa, un paseo sin reloj. Corresponde defenderla a toda costa.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios