el prisma

Javier / Gómez

Todos nuestros muertos

HAY que hurgar mucho en los pozos negros de nuestra cenagosa historia para encontrar un suceso tan oscuro como el de la huida de Málaga por la carretera de Almería, de la que, mientras España es noticia internacional por el vergonzoso proceso al juez Garzón, se cumplen 75 años. Tiempo que no parece haber sido suficiente para que llegue el necesario reconocimiento de uno de los mayores crímenes de guerra del siglo XX, como fue el bombardeo sistemático e inmisericorde de una población civil que huía despavorida por el temor a la represión franquista. Un pánico plenamente justificado, como después ha atestiguado el cementerio de San Rafael, una de las mayores fosas comunes de Europa e imbatible prueba de cargo contra el genocida Franco y su régimen opresor. Nada, ni el caos asesino que reinó en la ciudad bajo la República, cuyas sacas describe bien el diplomático y empresario estadounidense Edward Norton en su Muerte en Málaga, puede equipararse a la barbarie de la carretera de Almería. A lo largo de esos doscientos kilómetros de infierno los barcos de guerra golpistas, los aviones y los tanques italianos, se emplearon a fondo contra la indefensa carne y huesos de entre 15.000 y 150.000 -tal es hoy la nebulosa en que aún se mueve el negro episodio- hombres, mujeres y niños. La masa que huía no era un ejército republicano, sino familias, refugiados, viejos que se arrastraban y lactantes que iban en los brazos de sus madres. Murieron -y ahí también bailan las cifras- entre 3.000 y 7.000 personas, dejando miles de heridos, de huérfanos, de muñones y de cicatrices en el alma aún por cerrar. Meses después, en Guernika, universal gracias a la obra del malagueño Picasso, se calcula que perdieron la vida algo menos de doscientas personas por las bombas de la Luftwaffe. Una diferencia abismal como para no preguntarse por qué el artista escogió ese motivo y no el mucho más brutal y cercano del sur. Quienes tuvimos la suerte de conocer, y querer, a alguna de las víctimas de la desbandá, siempre tendremos marcado su testimonio del sufrimiento. También los relatos, no menos ciertos ni menos dolorosos, sobre los asesinatos de los otros fascistas, los de izquierdas, de quienes apoyaron al bando nacional.

Tres cuartos de siglo después, cuatro o cinco generaciones después, resulta cada vez más absurdo e insano, como quien se arranca una postilla para que no cicatrice nunca una herida que deja en herencia, que sigamos sin darnos cuenta de que las víctimas inocentes duelen y pesan igual. Es inadmisible que cada partido homenajee a los caídos de uno u otro bando, como si no fueran todos nuestros muertos.

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