El mundo de ayer

Todos debemos ser conscientes de la degradación existente y de los cambios que se avecinan

Hace tiempo que aprendí a no creerme las explicaciones y versiones oficiales de profesionales de la comunicación de una determinada institución o estamento oficial. Y nunca mejor dicho lo de profesionales, ya que no sirven a la sociedad, sino a la empresa que les paga. La propaganda es el arma más eficaz para dirigir la opinión pública y anular todo aquello que pone en peligro el estatus adquirido. De ahí la importancia de la prensa libre y de los periodistas que intentan conservar la independencia y la ética de una profesión tan maravillosa.

El incendio de Notre Dame de París es todo un símbolo. No entro en valoraciones de las causas de semejante desastre, pero sí pongo en duda que se diga toda la verdad de lo ocurrido. Estamos tan acostumbrados a que nos intenten manipular que las dudas surgen como las amapolas con la llegada de la primavera. La imagen de las llamas emergiendo sobre la fábrica gótica y la caída de la aguja, por cierto un pastiche del siglo XIX, son toda una alegoría de lo que se ve venir. La civilización occidental hace tiempo que perdió su rumbo y, sin ser catastrofista, puede que lo peor esté aún por llegar.

Lo primero es la pérdida de la identidad y de la asimilación de la historia, desorientación que trae como consecuencia la falta de un proyecto de futuro característico de las culturas decadentes. Eça de Queirós, cónsul de Portugal en París a finales del XIX, dejó entrever en sus crónicas la persecución de los judíos en Centroeuropa casi medio siglo antes de que ocurrieran. Lo mismo podría decirse de Stefan Zweig que, en su obra El mundo de ayer, dejó constancia de una civilización europea que llegaba a su fin. Podría seguir con ejemplos, como el de Sandor Marais tras la caída del imperio austrohúngaro. El exilio de Budapest a París al que se vio obligado, le llevó a expresar en sus diarios la certeza de que los tiempos habían cambiado y que era testigo del fin de una forma de vida que ya nunca sería igual.

No debe jugarse al catastrofismo, pero cualquier persona que mantenga una mínima actividad en sus células grises debe ser consciente de la degradación existente y de los cambios que se avecinan. De la misma forma que la crisis económica del 2007 fue ante todo una crisis de valores y una manipulación orquestada, el futuro se muestra oscuro cuando uno mira el panorama y valora a los encargados de ejercer el liderazgo.

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