Al final del túnel
José Luis Raya
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Através de una red social me llegó aquel video antológico en el que FF Gómez mandaba a la mierda a un señor que le habría recriminado por algo. Este concluía que antes lo admiraba y el famoso actor y director blasfemaba a gritos: “¡No necesito su admiración! ¡A la mierda!”: repetía esto último a grito pelado.
La mayoría podemos ponernos en la piel del increpado y opinar sobre la mala educación y la agresividad que desprendía el actor. Si escarbamos un poco más y no nos quedamos en la superficie, podríamos afirmar que al llegar a una edad hay gente que se desborda y estalla a la más mínima. Después de una sucesión de frustrantes situaciones, esa persona revienta y la paga con el primero que pasaba por allí. En otras ocasiones es la persona más cercana o querida a la que le toca aguantar el chaparrón.
Al llegar a una edad, si se ha llegado de manera equilibrada y sabia, lo más sano es enfrentarte a los avatares de la vida con templanza. Hay personas que han ido educando su inteligencia emocional y su autocontrol a lo largo de sus vidas y es en la vejez o en la madurez cuando recogen sus frutos. Nada tiene que ver con que uno sea un eminente científico, actor o político. La inteligencia emocional es diferente, no todo el mundo la posee y no tiene nada que ver con el ingenio o la cultura. Convive directamente con la sabiduría que uno adquiere en la vida. Es cierto que todos hemos visto y conocemos a viejos gruñones y resentidos. Como si estuvieran siempre a la defensiva y en guardia. Tiene que ser agotador vivir así permanentemente. Lo sé porque yo he tenido alguna vez algún ataque de ira que no he podido dominar por algo realmente exasperante. Si esto sucede esporádicamente no ha de ser preocupante. Cuando esto ha sucedido, he de admitir que uno se queda exangüe. Por muchas razones que hayas tenido a tu favor.
Sin embargo, es muy difícil mantener la calma cuando hallas cacas de perros y orines por las aceras, coches en doble fila, gente gritando, o ni un aparcamiento a la vista, ni siquiera en las afueras. Y luego se le une ese calor húmedo que te deja chorreando todo el día. Y para colmo te topas con un gilipollas, que puede ser un conocido incluso, que te toca las pelotas sin venir a cuento. Pues eso: ¡A la mierda!
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